30.10.15

HISTORIAS. Biarritz (parte 12). Sainte Barbe.






















Para el miércoles se había anunciado que el mar iba a subir. La marea baja era muy temprano, así que cuando salí de casa aún era de noche. Pasé por La Côte des Basques con la luz suficiente para ver el mar, y comprobé que efectivamente las previsiones se habían cumplido: no sabría decir el tamaño que había, pero sí que estaba grande. No había nadie en el agua. 

Siguiendo la regla que aplica en esta costa, según la cuál “cuanto más al sur menos mar”, cogí la carretera de la costa y me dirigí a Lafitenia. La vi desde un mirador que hay al sur de la playa: tres personas en el agua; sólo una cogía olas, lo que resultaba indicativo de que allí tampoco habría un baño para mí. Me acordé entonces de la guía que había leído antes del viaje, en la que se hablaba de una ola, protegida por un dique, que se encontraba en el interior de la bahía de San Juan de Luz. Ya había llegado hasta Lafitenia, así que sólo se trataba de bajar un poco más.

La bahía en la que se encuentra San Juan de Luz está dividida en dos por la desembocadura del río Ugarana. En la parte opuesta a San Juan de Luz se encuentra el pueblo de Ciboure. Hasta finales del siglo XVII la bahía estaba protegido de los temporales por los acantilados situados al norte, y por una gran barra de arena, que a modo de dique sumergido, provocaba que las olas rompiesen en él y se disipase la energía de los temporales antes de llegar a la costa. Pero en esos años algo cambió en los fondos, y los elementos que hasta entonces habían proporcionado un abrigo natural al pueblo se mostraron como no suficientes: desde principios del siglo XVIII comenzaron a ser habituales las inundaciones en San Juan de Luz, en donde, y con los grandes temporales, las olas entraban literalmente en el pueblo. A pesar de las obras de protección que se emprendieron, un gran temporal, ocurrido en 1749, provocó la destrucción de 200 edificios y la evacuación de la mitad de la población. Otro de dimensiones similares tuvo lugar en 1789. No fue hasta la llegada de Napoleón III cuando volvió la tranquilidad a San Juan de Luz, En 1864, ordenó la construcción de tres diques: al sur, el dique de Socoa, de 325 metros; en el centro de la bahía, un dique exento, el de l’Artha, de 250 metros; y al norte, el dique de Sainte Barbe, de 180 metros.

Sin tener que dar demasiadas vueltas, lo que no suele ser habitual en mí, llegué al parking justo delante de la ola. En el agua una sola persona cogía derechas que parecían romper sobre un fondo de roca. Siendo lo habitual que en el agua hubiese como mínimo 30 personas, no me lo pensé ni un momento. El lugar era además espectacular. A la izquierda el pueblo de San Juan de Luz. Un poco más adelante Ciboure, con la fortaleza de Socoa justo delante de mí. Y a la derecha el mirador y el dique. Al fondo, casi en alta mar, se veía romper otra ola, pero la protegida por el dique de Sainte Barbe parecía que daría más juego. Tras ponerme el traje me di cuenta que la cámara acuática se me había quedado en casa. No pasaba nada, tenía la de repuesto en el coche. Pero cuando entré, e hice las dos primeras fotos, descubrí que la cámara estaba sin tarjeta de memoria. Vaya desastre. Bueno así me centraría sólo en el surf. La ola se levantaba como si fuese a dar un izquierda, pero en cuanto cogía el fondo, la pared se transformaba en una derecha, no muy larga, pero que daba al menos dos secciones divertidas. Estuve en el agua hasta que la marea subió y el pico desapareció. No entró nadie más, por lo que en Sainte Barbe se desmontaba mi teoría sobre la imposibilidad de encontrar baños solitarios en esta costa.

El día siguiente, el jueves, era el día en que todo el mundo coincidía en que las condiciones serían muy buenas para la zona. Pero las previsiones no se cumplieron en su totalidad: el mar no bajó tanto, y al parecer una pequeña variación de la dirección del mar con respecto a la previsto, hizo que un día que iba a ser espectacular se convirtiese en uno normal. Aquel día vimos todas las rompientes desde Biarritz hasta San Juan de Luz, pero nada nos convenció, por lo que finalmente acabamos de nuevo en Sainte Barbe. Pero cuando llegamos, la marea me pareció que estaba demasiado llena, Aún así había gente que entraba al agua. Ya no había una única persona en el agua. No los conté, pero eran más de 20. Esperaríamos a que la marea terminase de subir, y volviese a bajar. Ese día llegaban también Pablo y Cris. Aquel sería un buen lugar para encontrarnos y coger unas olas juntos.

28.10.15

HISTORIAS. El Pedrido.


Independientemente del calendario, hay muchas cosas que marcan el verdadero comienzo del otoño: recoger las primeras castañas, que se acaben los tomates en la huerta, encender la estufa de leña, el primer baño en el Pedrido, ... . Ayer fue ese día. 

He hablado de el Pedrido alguna vez en el blog, pero nunca con tanta extensión como lo hice hace un año en un artículo que se publicó en la revista Hangten. Y ya que ayer comenzó el verdadero otoño, creo que hoy es una buena ocasión para recuperar aquel artículo. Así que podéis leerlo, tal y como se editó en la revista pulsando AQUÍ, o a continuación en el blog, con fotos sacadas en el último año, algunas de ayer:
























Decir que algo es “lo más” siempre conlleva un cierto riesgo. ¿“Lo más” con respecto a qué?. ¿En qué materia?. ¿En qué ámbito geográfico?. Afirmarlo debería requerir de un conocimiento casi absoluto sobre la cuestión a la que se hace referencia, lo que en muchas ocasiones resulta imposible. Por eso, calificar a la ola del Pedrido como la más larga de Galicia, incluso como la más larga de Europa, como alguno se ha atrevido a decir, posiblemente sea muy aventurado. Pero si nos ceñimos a mi experiencia, la de alguien que más bien ha viajado poco y que por tanto no es que conozca muchos lugares, sí puedo decir que de todas las olas que he surfeado, ésta cumple perfectamente con esta condición.

La ola toma su nombre de uno de los puentes más emblemáticos de Galicia, el del Pedrido, puente que atraviesa la ría de Betanzos en la desembocadura del río Mandeo, en la provincia de A Coruña. La idea de construir el puente surgió a principios del siglo XX. Antes de su construcción, las comunicaciones entre Ferrol y A Coruña eran bastante malas. La opción más rápida de viajar entre las dos ciudades era por mar, pero los temporales de invierno desaconsejaban muchas veces esta opción: una vez perdido el abrigo de las rías, las embarcaciones quedan expuestas a toda la violencia de los temporales. Además la configuración de este tramo de la costa, con multitud de bajos, como los situados frente al islote de A Marola, da lugar a que el mar multiplique de forma brusca su tamaño, y a que las corrientes sean especialmente fuertes, lo que dificulta mucho la navegación. Sólo así se pueden entender los múltiples naufragios que han tenido lugar en la zona. Por tierra, aunque más seguras, había tras dos opciones tampoco muy buenas. O se seguía hacia el interior, por la carretera que llega a Betanzos, y que permite en esta ciudad salvar el río Mandeo, o se cruzaba la desembocadura del río utilizando el servicio de pasaje en bote a remo. La embarcación cruzaba el río a la altura de donde hoy se encuentra el puente. El problema de la primera de estas dos rutas era el tiempo de viaje, que resultaba excesivo. El del paso con bote, el que la carga estaba muy limitada.

La construcción del puente se inició en el año 1939, y se concluyó en 1942. Fue diseñado por los ingenieros Eduardo Torroja y César Villalba, y construido en hormigón armado, un material que aún resultaba innovador en aquella época. El puente tiene una envergadura considerable, ya que en su día hubo de elevarse lo suficiente para permitir el importante tráfico fluvial que hasta mediados del siglo XX utilizaba el río para el transporte de mercancías, principalmente con origen y destino en Betanzos. La figura del puente está dominada por un potente arco y tiene una longitud de 520 metros.

Crucé el puente en bus muchas veces durante mis años de estudiante, en el trayecto Ferrol-Coruña, Coruña-Ferrol, antes de que se abriese la autopista. De aquellos viajes recuerdo que me llamaba la atención lo estrecho de su calzada, y lo rápido que pasaba el bus por él, haciendo valer su superioridad en tamaño con respecto a los otros vehículos, lo que dio lugar a más de un paso realmente emocionante, sobre todo cuando nos cruzábamos con otro autobús o con un camión. En aquellos viajes, más de una vez me quedé sorprendido con las olas que se veían romper en la desembocadura del río, siempre solitarias, y de las que era difícil adivinar su tamaño, precisamente por la distancia a la que rompían.

Con el tiempo he descubierto que ese mismo pensamiento fue compartido con otros muchos surfistas que pasaron por allí antes que yo. Carlos Bremón, uno de los pioneros del surf en Galicia, recuerda como en sus viajes de principios de los 70, desde Coruña a Ferrol, para surfear en Doniños o Pantín, siempre paraban cerca del puente para echar un ojo a las olas. Sin embargo nunca llegaron a surfear en el Pedrido por el peligro que suponían podían representar las corrientes que se generaban en la desembocadura del río, además de por lo lejos que las olas rompían de la costa. Sus grandes preguntas eran ¿por dónde entrar?, ¿por dónde salir? Posiblemente una mala experiencia vivida por su amigo Rufino, también surfista y primer shaper gallego de las tablas Rufo’s Surfboards, tuvo mucho que ver en aquellas dudas. Rufino, gran pescador y conocedor de la costa, contaba que en un día de pesca, y tras ser sorprendidos por una repentina subida del mar, habían tenido serios problemas en aquella zona. El temporal les había llevado a buscar refugio en la ría de Betanzos, en donde sufrieron una avería en el timón de su barco. Sin gobierno sobre la embarcación, y creyéndose protegidos por las aguas abrigadas de la ría, fueron sorprendidos de pronto por unas olas imponentes que rompían dentro de la ría y que no se esperaban, y que les hicieron temer por su integridad y la del barco. Aquella aventura dio al lugar una dosis extra de peligro y misterio no merecida.

Pero si alguien disfrutó por primera vez de las olas del Pedrido ese fue Juan Abeledo. En el diario del viaje que emprendió a bordo de un kayak fabricado por él mismo en el año 1948, y con el que recorrió las rías de Ferrol, Ares y Betanzos, cuenta como al llegar al Pedrido, y antes de desembarcar en la playa, “se nos estropeó el timón cogiendo una ola. Para poder volver hasta Ferrol tuve que rehacerlo con maderas que encontré por la playa.” Juan, que había conocido el surf en los años 30 a través de una publicación que describía el surf, siempre consideró aquel deslizamiento sobre las olas del Pedrido como su primera experiencia surfística.

Pero cuando la ola ha tomado verdadera trascendencia, y ha empezado a ser conocida de verdad, ha sido a partir de la organización en el año 2010, por el colectivo Galegos Asociados polo Longueirón, de la primera edición del Onda Longa. En aquel año, Yago Baz, Román Díez y Dani Alvite decidieron organizar en Galicia un festival, a semejanza de otros que ya tenían lugar en el mundo, en el que primase la diversión sobre la competición, y para ello eligieron una ola especial, situada dentro de una ría, en un lugar rodeado de castaños y robles, y en el que las buenas condiciones de mar siempre estuviesen aseguradas. De hecho, y en el año 2011, precisamente porque no se dieron las condiciones adecuadas de mar, Onda Longa no se celebró. Por sus características, la ola exige fijar un periodo de espera para la celebración del festival. Porque el Pedrido no rompe siempre. Posiblemente no lo haga en buenas condiciones en más de 10 ocasiones al año. Hay años que ni eso. Se trata de una ola que depende de muchos factores, todos los cuales han de coincidir: una cierta intensidad de mar, en la dirección adecuada, oeste - noroeste, a poder ser con vientos flojos del sur - suroeste y con un punto de marea concreto.

La ola, que rompe en el medio de la ría, comienza a funcionar a partir de media marea subiendo. Con marea baja, la rompiente se extiende tanto a través de la desembocadura del río, que carece de la fuerza suficiente para ser surfeada. Pero a medida que va subiendo la marea, el mar se concentra, dando lugar a dos tipos de ola: una derecha muy larga, aunque con poca fuerza en algunas de sus secciones, que puede dar recorridos de más de 600 metros, y una izquierda, más corta, aunque también muy larga, que en el punto bueno de marea levanta secciones muy divertidas. 

Llegar hasta la ola exige consecuentemente una remada también muy larga, pero que se encuentra totalmente compensada por la belleza del paisaje y por la cara de felicidad de los otros surfistas con los que te vas cruzando, mientras remas con fuerza en busca de una nueva ola.

27.10.15

HISTORIAS. Biarritz (parte 11). El castillo de las mil leyendas.












Saliendo de Biarritz, en dirección hacia el Sur, es imposible que no te llame la atención un edificio situado en lo alto de un monte. Es el castillo de Ilbarritz, un palacio construido por el excéntrico barón Albert Espée, en el lugar que para él era el más hermoso del mundo: "He conocido todos los lugares célebres del mundo, pero me he querido fijar en el más bello, y por eso estoy aquí. La famosa bahía de Río es mezquina y secundaria ante la inmensa curva de este golfo. En lo que se refiere a Nápoles y su colina, no es, comparada con la nuestra, más que un grabado de folleto”. El barón, además de excéntrico, era también hipocondríaco e inmensamente rico. Ello le permitió, además del palacio, construir otras viviendas en Europa, aunque en ninguna como en ésta, llevó hasta el extremo la idea de crear una especie de mundo propio destinado a su disfrute personal.

Con este objetivo, en 1894, inició la construcción de un “palacio” en una finca de 60 hectáreas. La obra, confiada al arquitecto Gustave Huguenin, se terminó en tan solo tres años gracias al trabajo ininterrumpido de 400 obreros, a los que se les pagaba el doble para garantizar la calidad y rapidez de su trabajo. Al edificio principal, una especie de cubo de cuatro plantas, le acompañarían otros 14 edificios, todos ellos unidos con el palacio por más de 3 kilómetros de senderos cubiertos, para que en el trayecto el paseante estuviese protegido del viento y la lluvia. Además, y para vencer al frío, las pasarelas disponían, cada 10 metros, de una especie de habitación con estufa.

El palacio no sólo causó asombro entre los lugareños por sus dimensiones, sino también por todas las instalaciones con las que se le dotó. Tenía calefacción y agua caliente en todas sus estancias, gracias a unas potentes calderas situadas en el sótano, desde las que se bombeaba agua a todas las plantas. La corriente eléctrica era a 220 voltios, lo que resultaba muy poco habitual en la época. Ello era posible gracias a la construcción de una central hidroeléctrica en la propia finca a partir de la transformación de un antiguo molino del siglo XVII. También se instalaron bocas de riego y de incendio. El interior estaba decorado con maderas traídas de Hungría, mármoles de todo tipo, y ventanales con vidrios triples para aislar el interior del ruido del exterior. A las ventanas se les colocó también un enrejado metálico para que no entrasen los mosquitos. Todo el edificio disponía de sistema de ventilación. El barón estaba obsesionado por la higiene y la salud. Sólo bebía agua Evian, que venía especialmente embotellada para él, en envíos semanales, con un certificado que avalada la calidad del agua. Solo comía pescado que hubiese visto antes con vida. 

Pero de entre todas los acabados, adelantos y máquinas con las que contaba la casa, el elemento más impresionante era el órgano. El palacio tenía como núcleo central un enorme salón de dos pisos de altura en el que el barón, un enamorado de la música, especialmente de Wagner, construyó un órgano que, por sus dimensiones, resultaba monumental. Su tamaño era similar, por ejemplo, al órgano de la catedral de Notre-Dame en París. Todo el diseño del edificio se condicionó a la disposición del órgano y a su acústica. El instrumento fue construido por el célebre artesano Cavaillé-Coll, y disponía de su propio motor eléctrico para abastecerse de aire. En ocasiones al barón le gustaba acompañar sus adaptaciones de Wagner con el sonido del mar, sobre todo los días de galerna, en los que se dice que su ruido parecía competir con el de las olas. Pero nadie disfrutaba de esos conciertos salvo él, ya que siempre tocaba en soledad.

Entre los 14 edificios auxiliares estaban: las perreras para sus perros de caza, traídos expresamente desde Alemania; el lago, que fue alicatado para que se pudieran ver mejor las carpas; siete cocinas, dos ellas con horno, que se instalaron fuera del castillo para evitar los olores en el interior de éste (para transportar los alimentos, las cocinas estaban conectadas a la casa mediante un montacargas eléctrico); un cenador situado en la orilla del mar; una estancia, llamada el “pozo de mantequilla”, que hacía las veces de cámara frigorífica, y que se había construido a 17 metros bajo tierra; además estaban los llamados “pabellón de China”, el “pabellón medieval” y la “casa de los monos”, decorados con motivos vinculados con sus nombres. También se construyó una casa en la playa de Ilbarritz, en donde el barón iba a tocar el piano. Cerca del edificio de la playa, había un balneario de agua salada climatizada. También en la playa se encontraba la llamada "cocina del oeste", la única de las 7 cocinas que se conserva en la actualidad, y que hoy se ha convertido en un local de moda, el “Blue Cargo”.

El presupuesto total de la obra fue de cinco millones de francos de oro. Se pueden ver fotos de la época recopiladas en el siguiente enlace.

Y en esta especie de mundo fantástico, el último elemento fue Biana Duhamel, una cantante de operetas, 20 años más joven que él, que accedió a “vivir” en el palacio siempre que fuese en compañía de su madre. Para Biana, el barón construyó la Villa de los Sables. La villa estaba conectado con el castillo por un pasadizo, poderosamente decorado, en el que hasta había una fuente, y que era utilizado por ambos para sus encuentros. Pero el barón resultaba muy posesivo y no permitía a su amante abandonar la villa. Ella, sin embargo, se escapaba por las noches para disfrutar de la vida nocturna de Biarritz. Cuando el barón la descubrió, ordenó que se instalase un foco gigante en lo alto del mirador del castillo, y un telescopio para vigilar por la noche la villa. Los efectos cegadores del foco, que se extendían más allá de los límites de la parcela, provocaron que una noche la princesa Natalia de Serbia, que vivía cerca del castillo en el Château Les Alies, sufriese un accidente de coche cuando su chofer, cegado por la luz del foco, se salió de la carretera. Con tantas limitaciones, pronto Biana se cansó del barón, y lo dejó. 

Aquel fue el principio del desmoronamiento de su mundo ideal. A las pocas semanas de la marcha de Biana, en 1898, el ayuntamiento de Bidart anuncia la decisión de construir un matadero cerca del castillo. Aquello era inadmisible para el barón, que de inmediato abandona Bidart, y pone la propiedad en venta. El órgano se vende de modo separado a la casa en 1903, y se instala en la basílica del Sagrado Corazón de Montmartre.

El castillo se vende finalmente en 1904, pero cuando el barón descubre que la intención de los nuevos propietarios es demoler el edificio y vender la parcela en partes, anula la venta. Por un momento reconsideró volver a Ilbarritz, de hecho llegó a comprar un nuevo órgano para el palacio, más pequeño que el original, pero más perfeccionado. Sin embargo, finalmente se deshace de la casa, con el nuevo órgano incluido, en 1911, vendiendo el conjunto por un precio irrisorio, aproximadamente el 10% del presupuesto de construcción, pero con una condición: que el castillo no se derribase. 

El nuevo propietario, J.B. Gheusi, era uno de los propietarios del periódico Le Figaro. En la primavera de 1912, y durante dos años, Gheusi abrió el castillo al público y en su gran sala de música se organizaron varios conciertos. Cuando estalló la I Guerra Mundial el edificio fue convertido en hospital. Sin embargo, la presencia de un gran órgano en un hospital no tenía sentido, y éste se desmonta vendiéndose a la iglesia de Usurbil, cerca de San Sebastián.

Durante la Guerra Civil española se convirtió en refugio de exiliados vascos, al igual que el cercano edificio de la Roseraie, donde estuvo ubicado el hospital del Gobierno vasco en el exilio y que albergó a los refugiados convalecientes de la guerra.

A partir de 1940, tras la ocupación de los nazis, pasa a manos alemanas, que lo utilizan como lugar de veraneo de sus oficiales y punto de observación de la costa.

Tras la II Guerra Mundial, el edificio fue casi totalmente saqueado, desapareciendo las chimeneas originales, los mármoles que cubrían las paredes de los salones, las piezas de bronce, e incluso los azulejos de las terrazas.

En 1958, con nuevos propietarios, se intenta llevar a cabo la restauración del edificio para transformarlo en un hotel, pero los trabajos resultan tan costosos, que las obras llevan a los propietarios a la ruina. Su distribución poco común, pensada para contener una gran órgano en su interior, resulta poco apropiada para cualquier otro uso que se le quiera dar.

En los últimos años el castillo de Ilbarritz ha cambiado varias veces de propietario, la última en 2014, y por lo visto desde el exterior parece que ahora se usa como cafetería.