29.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 5). Darryl.


"Sin embargo, y a pesar de todos nuestros avances autodidactas, todo cambio a mejor en la primavera de 1972, una tarde en la que surfeábamos en el Orzán, tal y como hacíamos en esa estación casi todos los días. Al subir la escalera de acceso al paseo nos encontramos con un muchacho con aspecto de nórdico: pelo rubio largo, barba, mandíbula prominente, complexión fuerte y de estatura superior a la nuestra. No sabía hablar español, pero intentó decirnos algo con gestos. Su expresión era muy amistosa, y con un poco de nuestro inglés escolar, conseguimos comunicarnos con él.

Se llamaba Darryl y era sudafricano, concretamente de Durban. Nos contó que hacia unos días había zarpado con un amigo desde Inglaterra a bordo de un velero con rumbo al Sur. En el trayecto, y a la altura de las costas gallegas, habían sufrido una avería en el piloto automático del barco, lo que les obligó a recalar en A Coruña. Mientras su amigo había vuelto al puerto de origen a buscar la pieza que se les había estropeado, él se quedaría en Coruña esperándole en el barco. Pero lo más interesante de la conversación fue cuando Darryl nos contó que era surfista. En el barco tenía una tabla, y nos preguntó si nos importaría que surfease con nosotros. Recuerdo mi emoción en aquel momento: ¡No me podía creer lo que estaba oyendo!. ¡Era casi irreal! ¡Un surfer de Sudáfrica quería compartir sesiones con nosotros en nuestras olas!, ¡y durante varios días!. 

Al día siguiente se presentó con su tabla en el Orzán, y cogió olas con nosotros. El entusiasmo nos podía. Los siguientes días lo citamos para llevarlo a otras playas con la idea de que conociera toda la gama de olas de que disfrutábamos. El primer sitio a donde fuimos fue a Barrañán. Era un día pequeño, con una ola babosa. Nosotros quisimos que se echase al agua pero –con los años lo entendí- aquella ola no le motivó lo suficiente y no se metió. Nos dijo que podíamos probar su tabla, pero creo recordar que no nos atrevimos, ya que su anchura nos parecía minúscula y su shape demasiado innovador para nosotros.

Después de darnos un baño regresamos a Coruña recorriendo la costa y viendo otras playas. Lo llevamos a una que ya conocíamos pero cuyas olas siempre nos habían parecido muy radicales para nuestro nivel. Cuando llegamos, le dije: “En esta playa nunca nos hemos echado. Se llama Sabón”.

Darryl observó las olas, como de metro y medio, con paredes verticales, lisas y muy rápidas. Al cabo de unos segundos de contemplación, se volvió hacia nosotros y, con una gran sonrisa y unas frases entusiastas en inglés, nos dejó claro que aquellas eran las olas en las que quería surfear. Yo volví la vista hacia la rompiente que hasta entonces habíamos despreciado, sobre todo por el temor que nos infundía, y me di cuenta que aquel día tendríamos que romper el tabú que significaba Sabón para nosotros.

A medida que fueron pasando los días, nuestra confianza con él fue aumentando. Un día nos invitó a cenar en su yate a algunos de nosotros. Nos recibió con alegría y nos enseñó el barco. Cuando llegó la hora de cenar sacó un par de tarteras con comida recién cocida y humeante, de olores a los que no estábamos muy acostumbrados. Empecé escogiendo unos vegetales que, sin saber qué eran, me metí en la boca. Los tuve que masticar bastante, ya que tenían una cáscara muy dura y desagradable. Cuando iba por el tercero más o menos, Darryl, partiéndose de risa, me enseñó que antes había que sacarle la cáscara. Después supe que eran alcachofas. Entre plato y plato Darryl nos explicó que era vegetariano. Aquella opción culinaria, que rechazaba la carne y cualquier otro producto de origen animal, nos resultó también un tanto extraña.

Durante la sobremesa nos contó que estuvo casado, y que trabajó como descargador en un mercado de frutas en Durban, pero que llegó un momento en el que se dio cuenta de que su vida iba por un rumbo equivocado, lo que le llevó a tomar la decisión de dejar todo eso atrás, incluido a su mujer. Con un par de amigos se marchó a Islas Mauricio, en donde estuvo un par de meses, y en donde fabricó la tabla que ahora tenía. Incluso nos proyectó películas en las que se le veía surfeando en unas olas estupendas. ¡Qué envidia nos daba!

A su vuelta de Mauricio, él y un amigo decidieron invertir todos sus ahorros en la compra de un barco de vela en el sur de Inglaterra, con la idea de atravesar el Atlántico, cruzar al Pacífico por el Canal de Panamá, e irse a recorrer los Mares del Sur. Así, tal como suena. ¡Y de qué manera nos sonaba a nosotros!

El paso de Darryl por Galicia, fue uno de los episodios fundamentales de nuestros orígenes. Nos dio el empujón definitivo para comenzar a surfear en playas que hasta entonces nunca nos habíamos planteado por parecernos demasiado peligrosas. Pudimos ver con nuestros ojos a un surfista de verdad, lo que sin duda ayudó a que nuestra evolución en el agua fuese más rápida. Pero en donde su paso resultó tal vez más trascendental fue en todo lo relativo a la fabricación de tablas de surf. Un día Rufino me contó que le había preguntado a Darryl cómo se hacía una. Él le hizo un plano del soporte en el que se colocaba foam, ese tan típico que hoy en día se puede encontrar en cualquier taller, con dos horquillas metidas en sendos botes viejos de pintura llenos de hormigón. También algún secreto sobre la técnica al darles forma. De hecho creo que hicieron una tabla juntos desde el principio. Pero lo más importante fue un dato que en forma de nombre de un tipo de resina de poliéster, al que Darryl le concedía una gran importancia. En nuestras conversaciones sobre fabricación de tablas no dejaba de repetir "paraffin resin, paraffin resin", sin que nosotros llegásemos a deducir a que se refería. Lo tradujimos como resina parafinada, pero no entendíamos que significaba realmente. Conocíamos la parafina, la cera que se le daba a las tablas, y también la resina de poliéster, el gel que se aplicaba a las tablas exteriormente y que luego se cristalizaba. Rufino, que conocía muchos de esos productos, sin embargo no identificaba aquella resina “parafinada”. Pero al cabo de varios días, y aunque no recuerdo como lo averiguó, Rufino llegó muy contento y nos contó que la resina parafinada era un gel que, tras secar, cristalizaba de tal forma que se podía lijar sin ningún problema, al contrario de la que usábamos, que nunca llegaba a secar totalmente, y con la que era casi imposible usar la lija porque se embozaba constantemente. Para Rufino fue un avance tecnológico importantísimo.

Poco a poco los días de Darryl en Coruña con nosotros pasaban, y su amigo tardaba en volver. La semana pronto se convirtió en tres meses, y ya nos temíamos que lo hubiese abandonado. Hasta que un buen día apareció, aunque la realidad es que nunca llegamos a conocerle ¿Existiría de verdad? Es una pregunta que me hice muchas veces.

A los pocos días apareció por la playa y nos dijo que se marchaba. Creo que había cambiado de planes en cuanto a viajar a los Mares del Sur, al menos de momento. Nunca nos contó que era lo que había pasado con su amigo. Pero cuando se marchó, me ofreció venderme su tabla, porque necesitaba dinero. Yo le regateé, pero al revés: le ofrecía más dinero del que él quería aceptar, y no nos poníamos de acuerdo. Al final le hice una buena oferta y nos dimos un abrazo".

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