29.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 5). Darryl.


"Sin embargo, y a pesar de todos nuestros avances autodidactas, todo cambio a mejor en la primavera de 1972, una tarde en la que surfeábamos en el Orzán, tal y como hacíamos en esa estación casi todos los días. Al subir la escalera de acceso al paseo nos encontramos con un muchacho con aspecto de nórdico: pelo rubio largo, barba, mandíbula prominente, complexión fuerte y de estatura superior a la nuestra. No sabía hablar español, pero intentó decirnos algo con gestos. Su expresión era muy amistosa, y con un poco de nuestro inglés escolar, conseguimos comunicarnos con él.

Se llamaba Darryl y era sudafricano, concretamente de Durban. Nos contó que hacia unos días había zarpado con un amigo desde Inglaterra a bordo de un velero con rumbo al Sur. En el trayecto, y a la altura de las costas gallegas, habían sufrido una avería en el piloto automático del barco, lo que les obligó a recalar en A Coruña. Mientras su amigo había vuelto al puerto de origen a buscar la pieza que se les había estropeado, él se quedaría en Coruña esperándole en el barco. Pero lo más interesante de la conversación fue cuando Darryl nos contó que era surfista. En el barco tenía una tabla, y nos preguntó si nos importaría que surfease con nosotros. Recuerdo mi emoción en aquel momento: ¡No me podía creer lo que estaba oyendo!. ¡Era casi irreal! ¡Un surfer de Sudáfrica quería compartir sesiones con nosotros en nuestras olas!, ¡y durante varios días!. 

Al día siguiente se presentó con su tabla en el Orzán, y cogió olas con nosotros. El entusiasmo nos podía. Los siguientes días lo citamos para llevarlo a otras playas con la idea de que conociera toda la gama de olas de que disfrutábamos. El primer sitio a donde fuimos fue a Barrañán. Era un día pequeño, con una ola babosa. Nosotros quisimos que se echase al agua pero –con los años lo entendí- aquella ola no le motivó lo suficiente y no se metió. Nos dijo que podíamos probar su tabla, pero creo recordar que no nos atrevimos, ya que su anchura nos parecía minúscula y su shape demasiado innovador para nosotros.

Después de darnos un baño regresamos a Coruña recorriendo la costa y viendo otras playas. Lo llevamos a una que ya conocíamos pero cuyas olas siempre nos habían parecido muy radicales para nuestro nivel. Cuando llegamos, le dije: “En esta playa nunca nos hemos echado. Se llama Sabón”.

Darryl observó las olas, como de metro y medio, con paredes verticales, lisas y muy rápidas. Al cabo de unos segundos de contemplación, se volvió hacia nosotros y, con una gran sonrisa y unas frases entusiastas en inglés, nos dejó claro que aquellas eran las olas en las que quería surfear. Yo volví la vista hacia la rompiente que hasta entonces habíamos despreciado, sobre todo por el temor que nos infundía, y me di cuenta que aquel día tendríamos que romper el tabú que significaba Sabón para nosotros.

A medida que fueron pasando los días, nuestra confianza con él fue aumentando. Un día nos invitó a cenar en su yate a algunos de nosotros. Nos recibió con alegría y nos enseñó el barco. Cuando llegó la hora de cenar sacó un par de tarteras con comida recién cocida y humeante, de olores a los que no estábamos muy acostumbrados. Empecé escogiendo unos vegetales que, sin saber qué eran, me metí en la boca. Los tuve que masticar bastante, ya que tenían una cáscara muy dura y desagradable. Cuando iba por el tercero más o menos, Darryl, partiéndose de risa, me enseñó que antes había que sacarle la cáscara. Después supe que eran alcachofas. Entre plato y plato Darryl nos explicó que era vegetariano. Aquella opción culinaria, que rechazaba la carne y cualquier otro producto de origen animal, nos resultó también un tanto extraña.

Durante la sobremesa nos contó que estuvo casado, y que trabajó como descargador en un mercado de frutas en Durban, pero que llegó un momento en el que se dio cuenta de que su vida iba por un rumbo equivocado, lo que le llevó a tomar la decisión de dejar todo eso atrás, incluido a su mujer. Con un par de amigos se marchó a Islas Mauricio, en donde estuvo un par de meses, y en donde fabricó la tabla que ahora tenía. Incluso nos proyectó películas en las que se le veía surfeando en unas olas estupendas. ¡Qué envidia nos daba!

A su vuelta de Mauricio, él y un amigo decidieron invertir todos sus ahorros en la compra de un barco de vela en el sur de Inglaterra, con la idea de atravesar el Atlántico, cruzar al Pacífico por el Canal de Panamá, e irse a recorrer los Mares del Sur. Así, tal como suena. ¡Y de qué manera nos sonaba a nosotros!

El paso de Darryl por Galicia, fue uno de los episodios fundamentales de nuestros orígenes. Nos dio el empujón definitivo para comenzar a surfear en playas que hasta entonces nunca nos habíamos planteado por parecernos demasiado peligrosas. Pudimos ver con nuestros ojos a un surfista de verdad, lo que sin duda ayudó a que nuestra evolución en el agua fuese más rápida. Pero en donde su paso resultó tal vez más trascendental fue en todo lo relativo a la fabricación de tablas de surf. Un día Rufino me contó que le había preguntado a Darryl cómo se hacía una. Él le hizo un plano del soporte en el que se colocaba foam, ese tan típico que hoy en día se puede encontrar en cualquier taller, con dos horquillas metidas en sendos botes viejos de pintura llenos de hormigón. También algún secreto sobre la técnica al darles forma. De hecho creo que hicieron una tabla juntos desde el principio. Pero lo más importante fue un dato que en forma de nombre de un tipo de resina de poliéster, al que Darryl le concedía una gran importancia. En nuestras conversaciones sobre fabricación de tablas no dejaba de repetir "paraffin resin, paraffin resin", sin que nosotros llegásemos a deducir a que se refería. Lo tradujimos como resina parafinada, pero no entendíamos que significaba realmente. Conocíamos la parafina, la cera que se le daba a las tablas, y también la resina de poliéster, el gel que se aplicaba a las tablas exteriormente y que luego se cristalizaba. Rufino, que conocía muchos de esos productos, sin embargo no identificaba aquella resina “parafinada”. Pero al cabo de varios días, y aunque no recuerdo como lo averiguó, Rufino llegó muy contento y nos contó que la resina parafinada era un gel que, tras secar, cristalizaba de tal forma que se podía lijar sin ningún problema, al contrario de la que usábamos, que nunca llegaba a secar totalmente, y con la que era casi imposible usar la lija porque se embozaba constantemente. Para Rufino fue un avance tecnológico importantísimo.

Poco a poco los días de Darryl en Coruña con nosotros pasaban, y su amigo tardaba en volver. La semana pronto se convirtió en tres meses, y ya nos temíamos que lo hubiese abandonado. Hasta que un buen día apareció, aunque la realidad es que nunca llegamos a conocerle ¿Existiría de verdad? Es una pregunta que me hice muchas veces.

A los pocos días apareció por la playa y nos dijo que se marchaba. Creo que había cambiado de planes en cuanto a viajar a los Mares del Sur, al menos de momento. Nunca nos contó que era lo que había pasado con su amigo. Pero cuando se marchó, me ofreció venderme su tabla, porque necesitaba dinero. Yo le regateé, pero al revés: le ofrecía más dinero del que él quería aceptar, y no nos poníamos de acuerdo. Al final le hice una buena oferta y nos dimos un abrazo".

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27.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 4).


"Si hoy en día el problema para los surfistas es encontrar material a buen precio, nuestro problema era simplemente encontrar cualquier tipo de material. Yo tuve mucha suerte con aquella tabla aparecida en un garaje, un genuino longboard de los años sesenta salido quizás de algún taller californiano, y que en aquel momento me pareció, aunque muy antiguo, muy bonito y clásico. De bandas longitudinales blancas y verdes, disfruté inmensamente de él durante varios años, antes de que el uso, los golpes y la falta de reparaciones, lo condenasen a un prematuro desguace del que nunca me perdonaré por haberlo consentido. Solo diré que hubo alguien que me lo pidió, cuando yo ya no lo usaba mucho, creo que para aprovechar el foam y hacer una tabla más pequeña y moderna. La realidad es que el tablón tenía deshecho el “nose”, y absorbía agua por la punta como si fuera una esponja. Lo peor era que el agua no salía por ningún lado: increíblemente se quedaba dentro. Eso hizo que la plancha se fuese deteriorando enormemente. No me planteé una reparación para restaurarla. Fue una lástima, aunque me temo que más tarde o más temprano hubiera sucumbido a la falta de cuidados con que la trataba.

El estado de la tabla era consecuencia en buena medida de que entonces no usábamos invento, lo que veíamos como algo exótico y prescindible. La falta de invento, y que la tabla pesase unos 15 kilos, hacía que constantemente terminase golpeándose con fuerza en la orilla, no solo contra la arena, sino también contra las frecuentes piedras que es fácil encontrar en ella. Y aunque hubiera tenido un invento a mano, no hubiera sido muy sensato usarlo. Primero porque los inventos más modernos que había entonces eran bastante rígidos: poco más que una cuerda atada a un trozo de neumático que se fijaba al tobillo. Y en segundo lugar, porque de intentar sujetar aquel portaviones con algo, con lo que fuera, se corría el riesgo de ser miserablemente arrastrado hasta la misma orilla o, en el peor de los casos, que casi te arrancara de cuajo una pierna. No procedía emplearlos. 

La falta de amarradera, sin embargo, conllevaba graves inconvenientes. Aun me acuerdo de las maldiciones que lanzaba cuando al coger una ola en Santa Cristina, a 100 ó 150 metros de la orilla, me caía de la tabla y la veía alejarse rápida e irremisiblemente. Tocaba entonces nadar. Pero el agua estaba muy fría. No hace falta aclarar que surfeábamos sin traje de neopreno. El frío, y también la desesperación por no poder prolongar los baños, además de una cierta dosis optimismo, nos llevó a probar el ponernos jerseys de lana, pero evidentemente no resultaban efectivos. Mi situación mejoró una tarde en la que apareció por la playa una mujer que vivía en un chalet cercano, y que me conocía porque había dado clases de natación a sus hijos. Cuando me vio salir del agua, totalmente aterido de frío, me prometió que al día siguiente me iba a traer un traje de buceo que su marido ya no usaba. Al día siguiente, cumplió su promesa, y ¡qué sensación más deliciosa! Era un poco molesto llevar la cola de pingüino del traje colgando, pero los siete milímetros de espesor me abrigaban del frío. Para no entorpecer las maniobras solo utilicé la chaqueta, las piernas las seguí llevando al aire durante muchos años.

Aquel encuentro, que me resolvió en buena medida el problema del frío invernal, es una muestra de cómo la falta de recursos hizo que todos tuviésemos que agudizar nuestro ingenio y estar atentos ante cualquier oportunidad que surgiese para así resolver nuestras carencias. Otro caso curioso fue cómo, y ante la imposibilidad de disponer de parafina, acudimos a los cabos de cera de vela. Cuando me trasladé a vivir a Ferrol, una de las primeras necesidades que intenté solventar fue la de localizar dónde poder comprar cera de velas. Recuerdo que pregunté a Juan Abeledo padre y él me localizó a mi suministrador: Cerería Poupariña. Y allí, entre imágenes de santos y exvotos de cera que terminarían en cualquier capilla o iglesia de Galicia, adquiría yo las velas, con su mecha y todo, para frotar la tabla.

Pero todos aquellos inconvenientes y dificultades se compensaban enormemente por el placer que nos producía coger una ola bien formada en las playas que íbamos descubriendo. Poco a poco fuimos ampliando nuestro radio de acción a playas como las de Barrañán, o Sabón, que al principio nos producía gran respeto. A través de Miguel Camarero descubrimos Malpica. También Razo. Los inviernos eran fantásticos, todo actividad, con las marejadas y los suroestes. Íbamos del Orzán a Santa Cristina, de Bastiagueiro a Barrañán, de Sabón a Malpica, aunque a esta playa casi siempre los fines de semana, porque ya quedaba lejos. Pero cuando alguien decía: “¡Vamos a Malpica!”, todos se apuntaban con entusiasmo. Aunque el mito muchas veces se derrumbaba, y cuando llegabas allí las cosas no eran como esperábamos.


A medida que se fue ampliando el grupo de surfistas, y ante la dificultad de hacerse con una tabla, los más ingeniosos empezaron con la fabricación propia. Entre todos, los que desde el principio consiguieron los prototipos mejor acabados fueron Rufino y Tito, que ya se habían aventurado a fabricar tablas en 1971. Sus primeras tablas apenas flotaban en el agua, pero poco a poco las tablas de Rufino comenzaron a mejorar con cada modelo. Pronto estaba fabricando hasta su propio foam en el taller que tenía en San Roque de Afuera. Las Rufo’s Surfboards se convirtieron pronto en la referencia.

Pero no todos los intentos de fabricación resultaban bien. Recuerdo como una de las mayores catástrofes la de un chico que apareció un día por la playa. Se entusiasmó tanto al vernos coger olas que a los pocos días trajo una tabla de evidente fabricación casera. Aquella tabla se me quedó grabada en la memoria para toda la vida. ¿Y por qué? Pues porque era la...¿tabla? más original que he visto nunca. La perfecta demostración de que la ilusión nos puede cegar el sentido común hasta un punto inimaginable. Este muchacho, con enorme optimismo, había hecho lo siguiente: con unos paneles de corcho blanco había conformado más o menos la silueta de una tabla. Pero ante la evidente fragilidad de aquellas delgadas planchas de corcho, compró una tela plástica, de skay en color gris, como la que se empleaba para forrar sofás. Con ella envolvió los corchos para darles algo de rigidez. Pero como aquel forro exterior parecía empeñado en “desenvolverse”, remató la idea atando todo el conjunto con unas cuerdas, con lo que la tabla parecía aparentemente sólida. Íntimamente presentimos la corta vida de aquel engendro, pero de nuestras bocas no salió ni una palabra de crítica, sino más bien “qué bonito”, “a ver si funciona...”. Era lo más que le podíamos decir en aquel momento, sin que creyese que lo queríamos desanimar, chafarle la ilusión, o sabotearle el experimento. Incluso, algunos nos llegamos a contagiar algo de su entusiasmado: “igual coge una ola”.

Llegado el momento de probarla, se echó al agua, remó hasta el pico, y se dio la vuelta para tratar de correr la primera ola. Ésta llegó. Pero la ola en lugar de impulsarlo lo cogió por debajo, y en unos breves segundos, no necesitó más, le deshizo el artilugio, echando a perder muchas horas de trabajo, algún dinero y, por supuesto, la enorme ilusión del chaval. Cuando llegó nadando hasta la orilla, traía debajo del brazo los restos de lo que, sin duda, era la mejor demostración de que el excesivo entusiasmo por el surf nos puede llegar a crear alucinaciones realmente preocupantes. Pero nadie se rió. Todos miramos aquellos trozos de corcho, tela y cuerda, ya totalmente sueltos, con aire de “¿qué raro?, ¿qué habrá pasado …?” 

Pero no fue el único. Félix Cueto había traído de Asturias una Bilbo con la que se metía a veces. Félix no se prodigaba demasiado, sobre todo porque no le gustaba el frío y la temperatura de nuestras aguas, algo más frías que las de su tierra. Quizás por eso, y también porque tenía que compartir demasiado su Bilbo con sus nuevos amigos y compañeros de la Escuela de Náutica, que accedió a vendérsela a Miguel Camarero. Miguel estuvo surfeando durante varios meses con ella, hasta que un buen día me confesó sus intenciones de “acortarla”. Se había enterado de que las nuevas tablas habían reducido su longitud. La Bilbo, que si no recuerdo mal andaría por los 2 metros y medio, resultaba demasiado larga para las nuevas tendencias.

Cuando me lo contó sinceramente no le tomé en serio, hasta que a los pocos días apareció con la Bilbo “reformada”. La había cortado por la punta casi medio metro, pero como Miguel no era muy dado a perfeccionismos, se contentó simplemente con serrar la proa y darle una mano de resina. Cuando vi lo que acababa de hacer me quedé paralizado. Nunca nada me volvió a recordar tan bien la proa de un portaviones como la punta de la nueva Bilbo. Aquello me pareció un verdadero sacrilegio. Miguel tenía una tabla magnífica, que con la mía era lo mejor de que disponíamos, ¡¡¡y le hacía aquello!!! Ese día, y accediendo a la invitación de su dueño, le cambié mi tabla por la suya para probar. Y la verdad es que la tabla no giraba mal. Pero llevar delante de tí aquel “nose” te daba una gran sensación de inseguridad.

Miguel, que era un tío inquieto y emprendedor, cuando vio que su “solución” no había sido muy afortunada, decidió dar otro paso adelante: hacerse una tabla. El primer problema fue encontrar poliuretano. Después de mucho buscar se enteró de que los cofres congeladores de los bares utilizaban como aislante este material, pero con poco grosor y de una tonalidad amarillenta muy fea. Y, además, no se podía comprar en Coruña. Pero sí había "porespan" que, sin embargo, también tenía un grave inconveniente, y es que no resistía la resina de poliester, que lo fundía de inmediato al aplicarla sobre el poliestireno expandido. Al poco tiempo se enteró de que había otra resina que no atacaba al porespán, la epoxi, aunque era muy cara. Pero Miguel no se desanimó y se hizo con un bote de esta resina y adquirió también un buen bloque de porespan. Al poco tiempo había acabado su tarea. Más o menos, había conseguido dar forma a una “surfboard”. Como el color no le gustaba, a nadie le gustaba, optó por pintarla de rojo chillón. Pero el resto de acabados no eran muy finos. Por ejemplo no se preocupó, tras dar la resina, de lijarla, con lo que le quedaron numerosos chorretones en los laterales, que al secar se convirtieron en afilados cuchillos. Fueron a probarla y al salir del agua alguien le dijo:“¡Miguel, te ha desteñido la pintura que le has puesto!” Pero no eran de pintura las manchas rojas que Miguel tenía en la piel, sino sangre de las heridas que la tabla le habían producido".

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25.2.16

LETRAS. Atlas de Islas Remotas.






Existen muchas maneras de viajar, y una de ellas es con la mente. Las guías y los libros de viajes son, sin salir de casa, el medio escrito más directo para tener un montón de información sobre un lugar sin haber estado en él. Pero si lo que realmente buscas es viajar con la imaginación, los mapas, y sobre todo los atlas, son el modo ideal de hacerlo. 

En casa, y en una pared, aunque sin colgar, tenemos un mapamundi del año 1986, impreso en Alemania antes del desmembramiento de la Unión Soviética, de la guerra de Yugoslavia, y de la caída del muro de Berlín. Un mapa en el que se representa un mundo totalmente diferente al de hoy, por lo que el viaje con él ya no es sólo geográfico, sino que también temporal. 

Ante la inmensidad del planeta, contenida en el interior del marco de un cuadro, uno pasa a ser consciente de las distancias entre los diferentes países. De las relaciones entre ellos. O de cómo la geografía ha podido condicionar su historia. Pero también de cómo, y con algo de perspectiva y pensamiento crítico, ese mapa se convierte de pronto en una metáfora de cómo mayoritariamente se nos ha contado la Historia: con Europa normalmente ocupando el lugar central del mundo; con Asia y América en los extremos, separados por lo que parece una inmensidad; y todo ello a través de una representación plana de los continentes, que en realidad no es nada fiel a sus verdaderas dimensiones. 

Tenemos también un pequeño globo terráqueo, éste más moderno, del año 2.000, y de no más de 12 centímetros de diámetro. Tan pequeño que las fronteras resultan prácticamente invisibles. Si lo piensas, y no solo porque en el globo se logre representar de un modo más aproximado la verdadera dimensión de los continentes, el que casi no se pueda distinguir un país del otro, tiene mucho sentido. Las fronteras políticas, que no las geográficas, no dejan de ser en realidad más que una invención del hombre. Algo que la historia, y el mapamundi que descansa apoyado en el suelo de casa, demuestran como obsoleto en tal vez no muchos años. 

Y todo esto lo cuento para hablar de un libro que encontré el otro día en una librería: el "Atlas de Islas Remotas". Con un título así no pude evitar ojearlo, y poco después hacerme con él. Lo que más me atrajo, además de su excelente edición, era la oportunidad que se ofrecía en su contraportada de viajar a lugares alejados no solo de tierra firme, sino también de los habituales libros de viajes. Lugares a los que posiblemente nunca desease ir por inhóspitos, estériles y extremos. Tan poco accesibles que algunos, como la isla de Pedro I en la Antártida, han sido visitados por el hombre en menos ocasiones que la Luna. Lugares que esconden además historias terribles que han marcado su devenir, hasta el punto de que alguno ha sido nombrado por los sentimientos que generaron en los que las descubrieron en medio de los océanos.

A cada isla se le dedica en el libro un relato, que se acompaña, como en los mejores atlas, con una detallada representación de su geografía. También detalles como su año de descubrimiento, extensión, número de habitantes, hecho históricos que la han marcado, y distancias con respecto a otros puntos geográficos más conocidos.

El que el libro esté organizado en breves relatos me permite lecturas casi puntuales. Ahora mismo, y mientras veo el Eddie Aikau, estoy viajando por algunas de las islas del Pacífico, que es el océano que tiene una representación más numerosa. De todas, la isla más cercana a Hawaii creo que es la de Howland, a 3.030 km de Oahu. Solo 1,84 kilómetros cuadrados de superficie. Totalmente deshabitada. El lugar al que debería de haber llegado Amelia Earhart en su intento de ser el primer aviador en dar la vuelta al mundo siguiendo la línea del ecuador. Allí le esperaba el guardacostas Itasca, con reservas de combustible para poder continuar con la aventura. Su último mensaje por la radio fue: "estamos llegando, pero no vemos nada. Nos queda poca gasolina". Tras dar su última posición, el siguiente mensaje fue el silencio.

22.2.16

HISTORIAS. Se acabó.














Tras el intento de hoy puedo afirmar con seguridad que se acabó. Las lluvias y los últimos temporales no le han venido nada bien a la ola, y lo que antes era una barra de arena bien colocada a lo largo de la desembocadura de un río, se ha dividido ahora en dos zonas, colocadas más al interior, y a la izquierda, que han convertido a la ola en una onda sin gracia.

Lo ocurrido es una nueva muestra de la dinámica que caracteriza a los fondos de arena, sometidos siempre a la temporalidad impuesta por las borrascas. Y aunque a veces los resultados no sean los deseados, este cambio continuo es lo que hace que, si estás atento, aún puedas surfear una buena rompiente casi en solitario durante algunas días. Y aunque a veces haya decepciones, la posibilidad de una buena sorpresa futura compensa todas las insatisfacciones.

20.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 3).


"Bastiagueiro fue la playa en la que por vez primera me puse de pie sobre una tabla. Recuerdo esa ocasión, un mediodía soleado de noviembre, en el que estaba totalmente solo en el agua con mi enorme tablón de rayas verdes. Bastiagueiro era la playa a la que más frecuentemente acudía en mis  primeros meses como surfista, y eso que en aquellas fechas estaba tristemente de actualidad porque, a pocos metros de distancia de la orilla, había naufragado el buque Erkovitz, en una de las mayores catástrofes medioambientales que sucedieron en la costa gallega.

Un día Miguel Camarero me dijo que el mar iba a subir, y que entonces podíamos surfear en Santa Cristina, la playa de al lado. Yo creía que en ella no entraba mar suficiente, pero Miguel me aclaró que con marejada se podían coger olas muy buenas.

Al día siguiente, tal y como había anunciado Miguel, el mar subió. Tengo grabado en la retina la primera vez que vi romper Santa Cristina, un domingo de noviembre. Yo iba con mi coche por la carretera de Las Jubias y paré en la cuneta para ver el oleaje anunciado por mi amigo. Y efectivamente allí estaban las magníficas olas de Santa Cristina. Desde arriba se veían romper perfectas, muy lejos de la orilla, totalmente diferentes a las barras de Bastiagueiro. Recuerdo que el corazón se me aceleró y decidí ir a buscar mi tablón de inmediato para tratar de coger aquellas ondas maravillosas. 

De esta forma se inauguró la temporada de olas de aquel invierno en Santa Cristina, en el que por fortuna el mar siguió entrando con frecuencia y las tardes dedicadas a surfear esa playa fueron numerosas. También aquel fue el comienzo de una relación muy especial con ese lugar. De hecho, si pienso en el conjunto de mis recuerdos, me doy cuenta que uno de los más recurrentes es el de las muchas tardes de invierno pasadas en la playa de Santa Cristina. Tantos recuerdos, después de tanto tiempo, solo pueden ser la evidencia de que ese lugar representa algo muy especial para mí. Es indudable que, a estas alturas, decir que el surf ha sido algo importante en mi vida es una obviedad. Pero afirmar que en mi vida de surfista, Santa Cristina ha sido algo importante, quizás no lo sea. Pero la realidad es que en esa playa, en esa ola, descubrí cosas muy importantes del surf, y por ello creo supuso para mí una etapa vital. 

Los surfistas que podíamos titularnos “locales” de Santa Cristina éramos Miguel Camarero, Alejandro Mesías, Manuel (no recuerdo su apellido) y yo mismo, como habituales. Luego los esporádicos, que para su desgracia solo podían ir ocasionalmente (y si había olas, claro): Rufino, Tito, Carlos Coira, Pipo, José Andrés, Jose “Queimarán” y algunos más que ya no tengo en la memoria. Algunos me tendrán que perdonar por que no los mencione, pero mentiría si dijese que recuerdo a todos los que por allí pasaron en aquellos años, en los que disfrutamos mucho de Santa Cristina, nos reímos mucho, y surfeamos muchas olas. También es verdad que pasamos mucho frío, y que nos llevamos muchos chascos cuando llegábamos a la playa, pensando que el mar había subido lo suficiente, y resultaba que no. Pero durante aquellos primeros meses de Santa Cristina nos empapamos de la esencia del surf: coger buenas olas con dos o tres amigos e irnos para casa pensando que mañana, o pasado, o muy pronto, habría otros buenos baños. Que las olas nunca se acaban, que siempre van a estar ahí, que son un maravilloso regalo que nos hace la Naturaleza para nuestro deleite. Y gratis, que es lo mejor.



Los días de olas, que principalmente eran en invierno, llegábamos a Santa Cristina sobre las cuatro y media o cinco de la tarde, cuando el sol ya comenzaba a declinar. En aquellos baños casi nocturnos, tomé conciencia por vez primera de la hora exacta en que anochecía durante el invierno. En diciembre, con los días más cortos, estábamos en el agua hasta las seis y media, prolongando el baño todo lo que podíamos hasta que la oscuridad nos impedía ver venir las olas. Entonces salíamos del agua, tiritando, justo cuando la helada nocturna comenzaba a caer inmisericorde sobre la arena de la playa. Ya en tierra, sentías que los pies te abrasaban por lo frías que estaban la arena y el hormigón de la carretera.

La primera maniobra era intentar abrir el coche, pero nuestros dedos eran incapaces de manejar la llave, y con frecuencia teníamos que recurrir a algún paseante. Sacarnos el neopreno -o lo que cada uno se ponía-, era una tarea más complicada aún, ya que el frío nos sacaba la fuerza de los dedos y el relente gélido empeoraba aún más su parálisis. Después de estar un rato dando saltos para entrar en calor, era un alivio coger la toalla, secarte y vestirte.

Con el tiempo abandonamos esta dolorosa rutina. Después de la playa, tenía que ir directamente a trabajar a la piscina del Club, en donde entraba a las siete y media. Decidimos entonces que lo más práctico era sacarnos el traje y taparnos simplemente con una toalla, para después, y sin cambiarnos, coger el coche e ir lo más rápido posible al Club, en donde nos esperaba una ducha de 30 minutos bajo el agua caliente. ¡¡Qué placer!!. Pero para ello teníamos que atravesar prácticamente toda la ciudad de La Coruña por el centro. Cuando parábamos en un semáforo, los peatones nos miraban con asombro al verlos medio desnudos dentro del coche. Nosotros nos reíamos, no podíamos hacer otra cosa. Además, lo primero era lo primero; no íbamos a cambiar nuestra comodidad por un simple detalle como aquel. 

Cuando llevábamos tiempo surfeando esta ola, empecé a preguntarme como sería cuando entrase un maretón enorme. Pero una tarde en que el Orzán se desfasó hasta el punto de que las olas, invadiendo la calzada, llegaron a girar algunos coches que circulaban por la avenida, corrimos hasta Santa Cristina, pensando que quizás aquel era el día de verla gigante. Pero al llegar allí también el mar estaba desfasado, quizás no por tamaño, ya que rompían dos metros, sino porque era el típico oleaje revuelto y poco apetecible. Ahí llegamos a la conclusión de que el tamaño ideal de mar para disfrutar en esta playa era el típico metro ordenado y glassy. Ni más, ni menos.



Era con esas condiciones, y no con otras, cuando el banco de arena, situado hacia el final de la playa, producía buenas olas, sobre todo para el longboard, gracias al cúmulo de arena producido por las fuertes corrientes que se forman en la desembocadura de la ría del Burgo. Sin embargo cuando empecé a frecuentar esta playa en los primeros setenta, Santa Cristina ya no era el paraíso que había conocido diez o veinte años atrás. Una playa con unas características muy especiales, con una zona abierta al oleaje mirando al Norte, y con aguas tranquilas hacia el Sur. Dos mares completamente distintos separados por un cordón de grandes dunas. La ampliación, a finales de los sesenta, del dique de abrigo de Barrié de la Maza no fue muy buena para esta rompiente, ya que agudizó la escasa entrada de oleaje directo que la caracterizaba para la práctica del surf: desde aquel momento, para que pudiese surfear en Santa Cristina, pasaron a ser necesarias marejadas incluso más fuertes de las que antes eran precisas para que la ola rompiese con una pared decente. Con la ampliación del dique, y seguramente debido a la entrada de menos mar, la arena de la playa empezó a desaparecer lentamente, año tras año. También en esa época, la barra de arena, que hasta entonces había sido un un paraje bucólico y solitario en las afueras de Coruña, comenzó a sufrir las ansias urbanizadoras sin regulaciones de ningún tipo, desapareciendo lo que hasta entonces había sido una hermosa y privilegiada playa. 

Pero durante mucho tiempo seguimos cogiendo olas en aquellas inolvidables tardes de Santa Cristina; en aquellos atardeceres en los que veíamos, entre ola y ola, como el sol se iba poniendo por detrás de los eucaliptos que habían plantado en las escasas dunas del extremo oeste de la playa.



No recuerdo cuál fue el último día que cogí olas en Santa Cristina. Aunque tampoco creo que sea tan importante, porque tengo suficientes imágenes todavía en mi mente de aquellos deliciosos años, de aquellas divertidas tardes de invierno, de las fascinantes experiencias que me permitió vivir y de los grandes colegas que me hizo conocer".

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18.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 2).


"A las pocas semanas de iniciarme en el surf, a finales del verano de 1970, se hundía el pesquero “La Isla”, muy cerca de dónde hoy está la Casa de los Peces, a poco más de 100 metros de la Torre de Hércules en los llamados bajos de A Pedra do Boi. En el naufragio falleció casi toda la tripulación del barco, simplemente porque los medios con los que se contaba entonces fueron incapaces de llegar a tiempo para socorrerles. Aún recuerdo estremecido el relato que hizo la prensa de aquel suceso. En medio de la más absoluta oscuridad, los marineros gritaban pidiendo auxilio, mientras los testigos de la tragedia, que habitaban en unas casas construidas cerca de la orilla del mar, los oían pero se veían impotentes para prestarles auxilio. Este llegó, por fin, cuando ya era muy tarde para impedir que 14 hombres murieran ahogados en la mar del Orzán. Esta tragedia causó un impacto muy fuerte en la opinión pública, por lo que pocas semanas más tarde ya estaba muy avanzado el proyecto de crear la Cruz Roja del Mar.

En la creación, y en la formación de los primeros voluntarios de la Cruz Roja, se contó con el asesoramiento de la sociedad nacional de salvamento británica, la Royal National Lifeboat Institution, la RNLI, que enviaron dos modernas embarcaciones para las prácticas, aunque la intención de los ingleses era también la de vendérnoslas a continuación. Sin embargo, y después de probarlas durante todo un año, el gobierno tomó la decisión de fabricar las suyas propias, eso sí, adoptando sus características principales.

Las embarcaciones británicas habían sido diseñadas para la navegación y el rescate en las condiciones más difíciles. Eran capaces, por ejemplo, de volcar y automáticamente recobrar la posición correcta, por lo que se las consideraba insumergibles. Pronto empezaron a ser probadas en las aguas de nuestra bahía. Para tripularlas se solicitaron marineros voluntarios y yo me presenté de inmediato. Recuerdo que argumenté durante la entrevista con el encargado de hacer la selección que, además de ser un buen nadador, practicaba surf, lo que yo suponía que sería un argumento irrebatible para que me eligieran. No sé si por esa razón, o por la de ser nadador, o porque no había muchos voluntarios, que me eligieron.

Pronto salí para mi primera navegación, pero con lo que no contaba era con un factor personal muy negativo: me mareaba. Aún recuerdo hoy a uno de los suboficiales ingleses dándome palmaditas en la espalda y consolándome en su idioma, mientras yo vomitaba por la borda con desesperación y mucha vergüenza. Pero aquello no me desanimó, y continué con los prácticas.

Un día, mientras nos balanceábamos entre las olas a bordo de la embarcación, salió durante la conversación el tema del surf. Entre los marineros voluntarios había un chavalote fortachón y hablador llamado Miguel CamareroÉl había empezado hacía meses y tenía una tabla, una Bilbo, que le había vendido un asturiano, Félix Cueto. Hoy en día tal vez sea difícil imaginar para los más jóvenes lo que significaba entonces encontrarse con alguien que, asombrosamente, también era surfista como tú. De inmediato lo convertías en tu colega más cercano. En el caso de Miguel, algo más joven que yo, se trataba además de una persona entrañable, risueña y sobre todo un enamorado del mar, de la vida, y de todas esas cosas bellas que hay ahí fuera y que, muchas veces, llegamos a olvidar que existen. Él me habló de la aventura que acababan de comenzar unos cuantos alumnos y compañeros de la Escuela de Náutica coruñesa. Indudablemente esta Escuela fue el vivero más lógico para todo lo que pasó después. ¿En dónde se podía encontrar, mejor que en aquel lugar, a un grupo de chavales lo suficientemente enamorados de todo lo que significase el mar, los océanos…, para iniciarse en el surf? Y enseguida quedamos para surfear un domingo en Bastiagueiro.

Pero antes de los inicios de Miguel, el hecho trascendental de toda esta historia fue la llegada, en 1965, de Félix Cueto para estudiar Náutica en La Coruña. Tres años más tarde se trajo su tabla, y con otro asturiano que era también alumno de la Escuela, Amador Rodríguez, comenzaron a surfear en las playas de Coruña. Pronto conoció a los locales Miguel Camarero y Gonzalo Viana, compañeros en Náutica, que estaban muy interesados en el surf. Puede que de no haberse producido la llegada de Félix, todo hubiese sucedido más o menos de la misma manera, tal vez más tarde, pero la realidad es que fue él, y no otro, el que estuvo allí, en el momento y en el sitio oportuno para que empezase a andar el surf en el Norte de Galicia. El terreno estaba abonado, porque la idea ya existía, y prueba de ello eran Rufino y Tito, que por su cuenta, y con las mismas inquietudes que teníamos en nuestra pandilla, también habían empezado a dar sus pasos de modo independiente. Pero precisamente por haber sido el primero, los surfistas coruñeses le tendríamos que hacer un pequeño homenaje en forma de monumento, al lado, por ejemplo, de los surfistas anónimos que hay sobre la playa del Matadero. 


Muy pronto, todos fuimos un solo grupo de chavales a los que ni los temores de nuestros padres, que veían en el surf un peligroso deporte, ni el dedo que muchos de nuestros amigos se ponían en la sien cuando salía el tema del surf en las conversaciones, fuese impedimento para que nuestros objetivos, principalmente conseguir tablas y descubrir olas, se fueran consiguiendo. Además de Miguel, Gonzalo, Tito, Rufino, Félix, y yo mismo, otro de los habituales en aquellos inicios era Alejandro Mesías, al que conocía del mundo de la natación, y al que logré convencer, como a otros, más que nada para tener compañía en el pico en aquellas tenebrosas tardes de invierno. También José “Queimarán” o el fotógrafo Vari Caramés, estaban entre aquellos “chalados y románticos” que desafiaban en cada baño, más que al frío y a las olas, a la vergüenza que pasaban nuestros allegados cuando alguien les decía: “Mira, ayer por la tarde vi a tu hijo desnudándose en las escaleras del Orzán, ¡con el frío que hacía y la lluvia que caía!”.

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16.2.16

HISTORIAS. Carlos Bremón Pérez (parte 1).


Mis primeros recuerdos de Carlos no son en una playa. La primera imagen que guardo de él es en el borde de una piscina, con un silbato colgando de su cuello, vestido con un chandal y con su mirada fija hacia alguna de las calles en la que varios nadadores se esforzaban durante un entrenamiento. Al igual que yo, somos muchos los que guardamos de Carlos esa imagen como primer recuerdo, aunque mi paso por la piscina, como nefasto nadador que fui, fue muy corto. 

Años más tarde nos volvimos a encontrar en Aquasurf, la primera tienda de surf de Galicia que él regentaba junto con su mujer Laly, y a la que muchos niños como yo acudíamos para estar un poco más cerca de las tablas y trajes que allí se exponían. La imagen de Carlos, con su inseparable bigote y su cuerpo atlético, continua siendo aún una de esas que llama la atención, y que te hace intuir la presencia de una persona con una personalidad de las que deja huella. De hecho, y cuando pienso en él, la imagen que me viene a la mente es la de un Greg Noll en versión local. No sólo por su físico, sino también por toda su trayectoria vital y deportiva, en la que el surf ha sido uno de los muchos deportes que ha practicado y que sigue practicando. Pero también por su afición al cine amateur y la fotografía; por su faceta de escritor; o incluso por su participación en un programa de televisión, “La Unión hace la Fuerza”, con Carlos como miembro deportista del equipo de Galicia. Con el paso de los años, aquella imagen de admiración, además de continuar, creo que se ha convertido en una sincera amistad. 

Carlos nació en el año 1947 en la calle Juana de Vega de A Coruña, a caballo entre dos mares totalmente diferentes: por un lado, al Sur, la plácida bahía coruñesa; por otro, al Norte, y enfrentado al océano, el tempestuoso Orzán. A él, como a otros tantos niños, les fascinaba jugar a lo que llamaban “torear las olas”. Este juego, que practicaban los días de temporal, consistía en esperar al borde del malecón del Orzán, justo a la altura del Instituto Femenino, a que, tras romper una ola a sus pies, el agua trepase por el alto muro e inundase el sitio en el que, hasta décimas de segundo antes, los chavales habían estado esperando desafiantes. Tal y como recuerda Carlos, “¡aquello era lo más parecido que teníamos al surf de grandes olas!”.

Pero increíblemente lo que llevó a Carlos al surf no fue el amor de su familia por la playa, ni el que él fuese un excelente nadador, sino un trabajo en un banco. Después, su carácter explorador y aventurero permitió al surf gallego extenderse por prácticamente toda nuestra costa. Villarrube y Pantín en 1972, Nemiña en 1974, Campelo,… fueron vistas con ojos de surfista por primera vez a través de los ojos de Carlos. Pero también su espíritu emprendedor, casi visionario, lo situó como protagonista en muchos de los acontecimientos que han marcado no sólo los orígenes del surf en Galicia, sino también su posterior desarrollo. Por poner tres ejemplos: Carlos estuvo tras la apertura, en 1986, de Aquasurf, la primera tienda de surf en Galicia; fue unos de los socios fundadores del Océano Surf Club, primer club de surf en nuestra comunidad y miembro de la organización del Pantín Classic durante años; fue también uno de los creadores de Agasurf, posterior Federación Galega de Surf. 

La presente entrevista toma su contenido de muy diversas fuentes. La primera, la entrevista que hace ya 17 años le efectuó Gonzalo Cueto y que apareció publicada en la revista Surfari. También varios textos escritos por el propio Carlos y que han sido publicados en su blog Cazador de Mejillones. Y por último, las múltiples conversaciones que hemos mantenido durante todos estos años entorno a los orígenes del surf en Galicia y su vida. 

“Con 23 años descubrí el surf. A esa edad, supe que un mortal como yo no solo podía conseguir una tabla, sino que también iba a ser capaz de deslizarme con ella sobre esas olas que me llevaban fascinando desde mi niñez. Me invadió entonces una grata sensación. Una sensación anímica muy reconfortante y que aún hoy me es difícil de describir".

"Mis padres fueron unos grandes amantes de la naturaleza, de las excursiones. Sobre todo mi madre, que fue una persona muy vital y que siempre nos inculcó a mis hermanos y a mí el amor por la naturaleza y el paisaje como elementos de esparcimiento y satisfacción anímica. Los domingos, en invierno, eran para pasear por los viejos caminos que iban de pueblo en pueblo. Caminos por donde rodaban con parsimonia aquellos carros de ejes cantarines, que iban sonando con multitud de notas extrañas, componiendo una música especial que sólo ellos podían interpretar. Mis padres buscaban las aldeas escondidas, los prados y los bosques, los sembrados de trigo y de centeno, los hórreos y los perros ladradores, y al aldeano que siempre te saludaba con perfecta amabilidad.

Pero en verano tocaba la playa. En aquellos años, las pocas playas a las que acudían los escasos amantes de los baños en el mar, eran las que tenían poco o ningún oleaje. Por eso, mis padres, buscando la soledad que tanto les gustaba, elegían arenales con mar bravo, con olas, más solitarias, más escondidas, casi vírgenes, en las que poder disfrutar de un total aislamiento. En las que caminar por la arena húmeda y virgen sin huellas humanas, solo las que tú ibas dejando, era todavía posible. Sentirse como en una isla desierta …, aunque con un poco de imaginación, claro. Descubrieron que había decenas de ellas en estas costas, ninguna igual a otra, y que cada una tenía sus encantos. Cercanas a Coruña, en donde vivíamos, estaban las de Arteixo: Sabón, Valcobo, Barrañán, … Todas playas batidas por un constante y poderoso oleaje, y que, incluso en verano, tan solo recibían la visita de algún campesino que llegaba hasta allí para pescar; o de algún caminante que, recorriendo la costa, bajaba a descansar y se tumbaba en su arena. Lugares inhóspitos, batidos por las olas y los vientos implacables en invierno, y abrasados por el sol en verano. Se veían como espacios que no eran para disfrutar, ni para estar siquiera. Salvo por nosotros. 


De entre todas, teníamos una preferida. La llamaban la playa de Las Gafas –nunca supimos por qué- y estaba en la costa del municipio de Arteixo (hoy es conocida como La Cueva). Para llegar hasta allí desde Coruña, primero había que coger el trolebús que iba a Carballo y que paraba en Arteixo. Allí comprábamos una bolla de pan blanco y harinoso, tierna y sabrosa. Luego, rumbo a la playa, caminábamos una hora haciendo ganas de un buen baño y apetito para la deliciosa tortilla que había preparado mi madre. Pasábamos la pequeña aldea, cruzábamos el bosque y bajábamos por la ladera desnuda de las colinas que se bañan en el Atlántico. Y allí estaba la playa, tan remota como un arenal en una isla perdida. Tan solitaria como siempre. Esperándonos. Ocupábamos nuestro rincón en unas rocas, dejábamos las cosas y nos dábamos un baño en las olas.

Jugar en las olas siempre fue una forma de disfrutar de la playa. Nos divertía jugar con ellas, admirábamos su fuerza tremenda a veces. Pero siempre lo hacíamos con cuidado; mi padre era prudente, sabía que con el mar no se juega, y aunque todos éramos buenos nadadores, siempre nos inculcó el respeto al mar y la idea de que esas playas no eran para nadar, sino para disfrutar jugando en las olas de la orilla, sin correr riesgos innecesarios. 

Además de en la naturaleza, buena parte de nuestra niñez y juventud giró también entorno al deporte, sin duda animados aquí por mi padre, que fue nadador y Presidente de la Federación Gallega de Natación. Con mis hermanos tuve una gran diferencia de edad, de casi veinte años. Fernando fue un gran deportista, practicante de múltiples deportes, aunque destacó sobre todo como atleta, habiendo conseguido en los años 50 varios títulos de campeón de España en los 400 y 200 metros lisos. Leopoldo fue el técnico. Yo aprendí a nadar con ochos años, y pronto estaba compitiendo en pruebas de natación y entrenando en este deporte. También, por la falta de instalaciones de invierno para la natación en Coruña, así como por el ejemplo de mi hermano, a la edad de trece años comencé a hacer atletismo escolar, llegando a ganar varios campeonatos provinciales con un crono notable para la época: 2:49, en los 1.000 metros. Con 16 años me fui a entrenar a Madrid con una beca en la Residencia Blume, en donde estuve dos temporadas. Conseguí ser internacional con el equipo juvenil español en Holanda en los Juegos de la Ficep. Regresé a Coruña cuando tuve posibilidad de entrenar en invierno en mi casa. Entrené un invierno en la Escuela Naval de Marín, hasta que se construyó la piscina cubierta de la Hípica de Coruña. En aquel año volví a ser internacional con España B en Pamplona contra Francia B. En Tenerife, en 1964, fui 4º en 200 mariposa, mi mejor clasificación en un Campeonato de España de natación. También ese verano fui plata en el Campeonato de España juvenil en 200 mariposa y 800 libres. En 1968 gané el Descenso Internacional de la Ría de Navia. En 1970, con 23 años, tomé parte en mi último campeonato de España, en Barcelona”.

Ese año Carlos comenzó a trabajar en el Banco Pastor. Y por increíble que pueda parecer, gracias a este trabajo entró en contacto con el surf. En la oficina tenía un compañero, llamado José Luis Junquera, al que le apasionaba un deporte exótico que se llamaba surf, pero que nunca había tenido la posibilidad de probar. Su compañero había conseguido localizar un enorme tablón traído desde Venezuela y que dormía plácidamente en el garaje de un conocido. El tablón era una grande y hermosa Malibú de 2,90 metros y 15 kilos de peso, blanca y con rayas verdes longitudinales. “Aunque hoy me parezca increíble, a José Luis le costó mucho trabajo convencerme para que probase el surf, pero al final, tras mucho insistir, lo consiguió”. Carlos siempre sospechó que la elección de su persona se basaba en que Junquera veía en él una garantía para su seguridad, al ser Carlos un buen nadador. 

El primer baño fue en la playa de Barrañán, en una apacible tarde veraniega con muy poco oleaje. Junquera le dejó meterse a él primero. Carlos se subió encima del tablón y remó hacia fuera unos treinta metros. Tras un tiempo en el agua, tumbado sobre la tabla, remó y consiguió coger una ola aunque, con buen criterio, no trató de ponerse de pie. La tabla enseguida comenzó a ganar velocidad, camino de la orilla. Sobre el tablón Carlos vio que ésta se acercaba y no había manera de frenar la tabla. La ola se estrelló contra la pendiente arenosa y la tabla aterrizó en la arena tratando de continuar playa arriba. Entonces la quilla se enganchó en el suelo y Carlos salió disparado por encima del tablón, rodando un buen trecho por la arena. Aquella fue su primera experiencia como surfista. Semanas más tarde, en la playa de Bastiagueiro, se pondría de pie por primera vez.


Desde ese momento su visión sobre el mar y las playas cambió completamente. “Antes de empezar con el surf, veía el oleaje que rompía en las playas como algo terrible y amenazante, y eso que era un buen nadador. Por eso, encontrar aquel deporte que era capaz de llevarte detrás de aquella barrera trágicamente infranqueable que eran las rompientes, me supo a coger el cielo con las manos. 

Tras los primeros días de surf, comenzaron a venir a mi mente los nombres de los arenales que conocía. ¿Cuáles de sus olas podían ser surfeables?. También repasé las viejas fotos de mis padres, buscando en ellas rompientes y “esa ola maravillosa” que suponía que tenía que estar en alguna parte. Pronto me invadió una sensación mágica, que me desbordaba de placer, al pensar que había tantas y tantas playas por descubrir… Se trataba de un mundo nuevo, con múltiples y apasionantes posibilidades; investigar nuevas playas y paisajes; reconocer y encontrar nuevas olas, ...  Fuimos una generación con suerte, al ser los primeros en descubrir que esas olas temibles se podían tratar de tú a tú: podías salir allí fuera, detrás de los rompientes, esperarlas y jugar divertidamente con ellas. Y ese descubrimiento fue muy importante para describir lo que para mí representa el surf. Leí en una ocasión que él que comienza a hacer surf, nunca volverá a ver las olas sin estudiar las posibilidades de surfearlas. ¡Y es absolutamente cierto!”.

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15.2.16

HISTORIAS. Jake.










Después de Imogen, el paso de Jake por nuestras costas parece que casi no se ha dejado sentir (bueno, al menos en Galicia; creo que en el País Vasco y Francia la cosa fue bien distinta). A pesar de que sus efectos se notaron sobre todo en el interior, por las fuertes lluvias y el desbordamiento de varios ríos, en la costa de Galicia las olas llegaron a superar los 10 metros. Tal vez el que los momentos más violentos del temporal tuvieron lugar durante la noche del sábado al domingo hizo que no lo percibiésemos en toda su dimensión. En punta Langosteira se llegó a medir una ola de 14,01 metros, y en Estaca de Bares la altura de ola significante llegó a los 10,43 metros. No sé si fruto del temporal, pero la boya de Cabo Vilán ha dejado de transmitir, por lo que no tenemos registros de esos días. 

Los nombres de Imogen y Jake, así como el del resto de borrascas de este año, han sido consensuados por los institutos meteorológicos del Reino Unido e Irlanda, con la idea de aumentar en la población la conciencia del paso de los temporales más fuertes. De hecho el criterio es el de solo dar nombre a aquellas borrascas que se caractericen por su intensidad, siempre con vientos que superen los 90 km/h. El resto de bajas presiones que se formen, quedarán sin nombrar.

A Jake le seguirán Katie, Mary, Nigel, Orla, Phil, Rhonda, Steve, Tegan, Vera y Wilbert. Veremos hasta que letra llegamos. Todo dependerá de lo malo que sea el resto de invierno que nos queda por pasar.

14.2.16

HISTORIAS. El pan y el vórtice polar.











Dicen que tras todos estos días de lluvia y viento se encuentra la rotura del vórtice polar. El vórtice polar es una corriente  de viento muy potente que mantiene confinado el aire frío en el polo Norte. Su rotura, que no suele ser habitual, se ha producido por la entrada de un sistema de altas presiones originado en el este del Pacífico, que ha empujado el frío aire ártico hacia capas inferiores de la atmósfera y hacia el sur. El ascenso del anticiclón ha provocado la entrada de aire caliente en el polo, haciendo, tal y como ya había ocurrido con Frank, que la temperatura en el polo suba unos cincuenta grados hasta llegar a valores casi cercanos a los cero grados. Pero también un desplazamiento de la masa de aire frío de los polos, que ha estado alimentado, en latitudes inferiores, a toda una serie de borrascas durante los últimos días. Borrascas que se espera nos acompañen al menos a lo largo de la próxima semana.

Esta situación de lluvias continuas, cielos nublados, y vientos intensos, que ha provocado el desbordamiento de ríos, y la inundación de las zonas más bajas, es también es la que nos ha llevado a pasar algo más de tiempo del habitual horneando. Bueno más que a mí, a Celina, que es a quién realmente le gusta.

Empezó a hacer pan hace 20 años. Y desde entonces ha descubierto alguno de los muchos secretos que guarda el proceso de fabricación de uno de los alimentos elaborados más antiguos de los creados por el hombre. Algo que parece sencillo por los ingredientes que lo forman, básicamente harina, agua y sal, pero que encierra un proceso complejo. De hecho, no siempre sale todo a la perfección.

La receta del pan que aparece en esta entrada es muy básica, y aún así está realmente bueno. Está tomada del libro "Brilliant Bread" de James Morton, un libro que si por algo destaca, además de por sus excelentes fotografías, es porque su contenido está dirigido a aquellas personas que aún no conocen los grandes misterios que encierra la elaboración del pan. También para los ya iniciados resulta interesante. Uno de los mejores capítulos es el primero, "Entendiendo el pan", en el que, y de modo sencillo, se explican no solo los ingredientes fundamentales, sino también los útiles básicos a emplear y la información a tener en cuenta en todo el proceso: desde la mezcla de los ingredientes, a el papel que juega cada uno de ellos en las reacciones químicas que tienen lugar; de la importancia del reposo, a la relevancia de la temperatura ambiente; de la decisión de amasar o no amasar,  al tiempo y la temperatura de cocción adecuados.

A medida que tus conocimientos sobre el pan crecen, las posibilidades se vuelven infinitas. Diferentes tipos de harinas, semillas, frutos secos, ..., pasan a ser ingredientes de una fórmula con múltiples variedades. Cada ingrediente no solo cambia el resultado, también los pasos a seguir para lograr un buen pan.

Cuando uno prueba uno de estos panes, y lo compara con los habituales que se compran en las panaderías más "industriales", puede llegar a pensar que casi se trata de alimentos diferentes. No sólo son sus ingredientes (un pan hecho en casa, o en una panadería tradicional, no lleva ningún tipo de mejorante panario ni aditivo). Es el sabor. Es su olor. También su textura. O el tiempo durante el cual mantiene perfectamente sus cualidades. Es el pan de verdad.