Texto original redactado por Carlos Bremón, y publicado en la revista de la edición del 2005 del Pantín Classic.
"Un día, mi hijo Carlos y yo, fuimos remando con las tablas hasta las Islas Gabeiras, los dos islotes que se ven desde la playa de Doniños al Norte. Salimos de la playa de Lobadiz en una travesía de más o menos un kilómetro. Era alrededor del mes de Mayo, una mañana en la que un suave viento oeste y un mar absolutamente tranquilo nos dejaban acercarnos por la orilla Norte, única con la Este por la que se puede acceder a las islas. Una situación nada frecuente.
Los islotes son geológicamente muy interesantes, ya que tienen una composición diferente: el más próximo a los acantilados está formado por un material rocoso similar al de la costa, ácido y de colores claros; el islote exterior está formado por una roca ígnea de minerales ultrabásicos bien cristalizados que le dan una coloración negra distintiva.
En esa época de la primavera las gaviotas, que allí anidan por cientos, están dedicadas a la cría anual de sus retoños. Por eso, en cuanto desembarcamos, empezamos a recibir simulacros de ataque en vuelo rasante con gran griterío por parte de estas aves, temerosas de que hiciésemos daño a sus crías, y con lo que pretendían asustarnos y espantarnos. A pesar de todo, remontamos el acantilado y llegamos a la cúspide del islote. Allí, además de un paisaje inédito, observamos algo extraño: en una zona descarnada por el viento había un círculo de piedras, y en medio una losa estrecha y alargada que apuntaba directamente al mar. Esa piedra yo diría que señalaba al oeste, es decir, el punto del horizonte en el que se hunde el sol en el mar, en el equinoccio".
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