"Bastiagueiro fue la playa en la que por vez primera me puse de pie sobre una tabla. Recuerdo esa ocasión, un mediodía soleado de noviembre, en el que estaba totalmente solo en el agua con mi enorme tablón de rayas verdes. Bastiagueiro era la playa a la que más frecuentemente acudía en mis primeros meses como surfista, y eso que en aquellas fechas estaba tristemente de actualidad porque, a pocos metros de distancia de la orilla, había naufragado el buque Erkovitz, en una de las mayores catástrofes medioambientales que sucedieron en la costa gallega.
Un día Miguel Camarero me dijo que el mar iba a subir, y que entonces podíamos surfear en Santa Cristina, la playa de al lado. Yo creía que en ella no entraba mar suficiente, pero Miguel me aclaró que con marejada se podían coger olas muy buenas.
Al día siguiente, tal y como había anunciado Miguel, el mar subió. Tengo grabado en la retina la primera vez que vi romper Santa Cristina, un domingo de noviembre. Yo iba con mi coche por la carretera de Las Jubias y paré en la cuneta para ver el oleaje anunciado por mi amigo. Y efectivamente allí estaban las magníficas olas de Santa Cristina. Desde arriba se veían romper perfectas, muy lejos de la orilla, totalmente diferentes a las barras de Bastiagueiro. Recuerdo que el corazón se me aceleró y decidí ir a buscar mi tablón de inmediato para tratar de coger aquellas ondas maravillosas.
De esta forma se inauguró la temporada de olas de aquel invierno en Santa Cristina, en el que por fortuna el mar siguió entrando con frecuencia y las tardes dedicadas a surfear esa playa fueron numerosas. También aquel fue el comienzo de una relación muy especial con ese lugar. De hecho, si pienso en el conjunto de mis recuerdos, me doy cuenta que uno de los más recurrentes es el de las muchas tardes de invierno pasadas en la playa de Santa Cristina. Tantos recuerdos, después de tanto tiempo, solo pueden ser la evidencia de que ese lugar representa algo muy especial para mí. Es indudable que, a estas alturas, decir que el surf ha sido algo importante en mi vida es una obviedad. Pero afirmar que en mi vida de surfista, Santa Cristina ha sido algo importante, quizás no lo sea. Pero la realidad es que en esa playa, en esa ola, descubrí cosas muy importantes del surf, y por ello creo supuso para mí una etapa vital.
Los surfistas que podíamos titularnos “locales” de Santa Cristina éramos Miguel Camarero, Alejandro Mesías, Manuel (no recuerdo su apellido) y yo mismo, como habituales. Luego los esporádicos, que para su desgracia solo podían ir ocasionalmente (y si había olas, claro): Rufino, Tito, Carlos Coira, Pipo, José Andrés, Jose “Queimarán” y algunos más que ya no tengo en la memoria. Algunos me tendrán que perdonar por que no los mencione, pero mentiría si dijese que recuerdo a todos los que por allí pasaron en aquellos años, en los que disfrutamos mucho de Santa Cristina, nos reímos mucho, y surfeamos muchas olas. También es verdad que pasamos mucho frío, y que nos llevamos muchos chascos cuando llegábamos a la playa, pensando que el mar había subido lo suficiente, y resultaba que no. Pero durante aquellos primeros meses de Santa Cristina nos empapamos de la esencia del surf: coger buenas olas con dos o tres amigos e irnos para casa pensando que mañana, o pasado, o muy pronto, habría otros buenos baños. Que las olas nunca se acaban, que siempre van a estar ahí, que son un maravilloso regalo que nos hace la Naturaleza para nuestro deleite. Y gratis, que es lo mejor.
Los surfistas que podíamos titularnos “locales” de Santa Cristina éramos Miguel Camarero, Alejandro Mesías, Manuel (no recuerdo su apellido) y yo mismo, como habituales. Luego los esporádicos, que para su desgracia solo podían ir ocasionalmente (y si había olas, claro): Rufino, Tito, Carlos Coira, Pipo, José Andrés, Jose “Queimarán” y algunos más que ya no tengo en la memoria. Algunos me tendrán que perdonar por que no los mencione, pero mentiría si dijese que recuerdo a todos los que por allí pasaron en aquellos años, en los que disfrutamos mucho de Santa Cristina, nos reímos mucho, y surfeamos muchas olas. También es verdad que pasamos mucho frío, y que nos llevamos muchos chascos cuando llegábamos a la playa, pensando que el mar había subido lo suficiente, y resultaba que no. Pero durante aquellos primeros meses de Santa Cristina nos empapamos de la esencia del surf: coger buenas olas con dos o tres amigos e irnos para casa pensando que mañana, o pasado, o muy pronto, habría otros buenos baños. Que las olas nunca se acaban, que siempre van a estar ahí, que son un maravilloso regalo que nos hace la Naturaleza para nuestro deleite. Y gratis, que es lo mejor.
Los días de olas, que principalmente eran en invierno, llegábamos a Santa Cristina sobre las cuatro y media o cinco de la tarde, cuando el sol ya comenzaba a declinar. En aquellos baños casi nocturnos, tomé conciencia por vez primera de la hora exacta en que anochecía durante el invierno. En diciembre, con los días más cortos, estábamos en el agua hasta las seis y media, prolongando el baño todo lo que podíamos hasta que la oscuridad nos impedía ver venir las olas. Entonces salíamos del agua, tiritando, justo cuando la helada nocturna comenzaba a caer inmisericorde sobre la arena de la playa. Ya en tierra, sentías que los pies te abrasaban por lo frías que estaban la arena y el hormigón de la carretera.
La primera maniobra era intentar abrir el coche, pero nuestros dedos eran incapaces de manejar la llave, y con frecuencia teníamos que recurrir a algún paseante. Sacarnos el neopreno -o lo que cada uno se ponía-, era una tarea más complicada aún, ya que el frío nos sacaba la fuerza de los dedos y el relente gélido empeoraba aún más su parálisis. Después de estar un rato dando saltos para entrar en calor, era un alivio coger la toalla, secarte y vestirte.
Con el tiempo abandonamos esta dolorosa rutina. Después de la playa, tenía que ir directamente a trabajar a la piscina del Club, en donde entraba a las siete y media. Decidimos entonces que lo más práctico era sacarnos el traje y taparnos simplemente con una toalla, para después, y sin cambiarnos, coger el coche e ir lo más rápido posible al Club, en donde nos esperaba una ducha de 30 minutos bajo el agua caliente. ¡¡Qué placer!!. Pero para ello teníamos que atravesar prácticamente toda la ciudad de La Coruña por el centro. Cuando parábamos en un semáforo, los peatones nos miraban con asombro al verlos medio desnudos dentro del coche. Nosotros nos reíamos, no podíamos hacer otra cosa. Además, lo primero era lo primero; no íbamos a cambiar nuestra comodidad por un simple detalle como aquel.
Cuando llevábamos tiempo surfeando esta ola, empecé a preguntarme como sería cuando entrase un maretón enorme. Pero una tarde en que el Orzán se desfasó hasta el punto de que las olas, invadiendo la calzada, llegaron a girar algunos coches que circulaban por la avenida, corrimos hasta Santa Cristina, pensando que quizás aquel era el día de verla gigante. Pero al llegar allí también el mar estaba desfasado, quizás no por tamaño, ya que rompían dos metros, sino porque era el típico oleaje revuelto y poco apetecible. Ahí llegamos a la conclusión de que el tamaño ideal de mar para disfrutar en esta playa era el típico metro ordenado y glassy. Ni más, ni menos.
Era con esas condiciones, y no con otras, cuando el banco de arena, situado hacia el final de la playa, producía buenas olas, sobre todo para el longboard, gracias al cúmulo de arena producido por las fuertes corrientes que se forman en la desembocadura de la ría del Burgo. Sin embargo cuando empecé a frecuentar esta playa en los primeros setenta, Santa Cristina ya no era el paraíso que había conocido diez o veinte años atrás. Una playa con unas características muy especiales, con una zona abierta al oleaje mirando al Norte, y con aguas tranquilas hacia el Sur. Dos mares completamente distintos separados por un cordón de grandes dunas. La ampliación, a finales de los sesenta, del dique de abrigo de Barrié de la Maza no fue muy buena para esta rompiente, ya que agudizó la escasa entrada de oleaje directo que la caracterizaba para la práctica del surf: desde aquel momento, para que pudiese surfear en Santa Cristina, pasaron a ser necesarias marejadas incluso más fuertes de las que antes eran precisas para que la ola rompiese con una pared decente. Con la ampliación del dique, y seguramente debido a la entrada de menos mar, la arena de la playa empezó a desaparecer lentamente, año tras año. También en esa época, la barra de arena, que hasta entonces había sido un un paraje bucólico y solitario en las afueras de Coruña, comenzó a sufrir las ansias urbanizadoras sin regulaciones de ningún tipo, desapareciendo lo que hasta entonces había sido una hermosa y privilegiada playa.
Pero durante mucho tiempo seguimos cogiendo olas en aquellas inolvidables tardes de Santa Cristina; en aquellos atardeceres en los que veíamos, entre ola y ola, como el sol se iba poniendo por detrás de los eucaliptos que habían plantado en las escasas dunas del extremo oeste de la playa.
No recuerdo cuál fue el último día que cogí olas en Santa Cristina. Aunque tampoco creo que sea tan importante, porque tengo suficientes imágenes todavía en mi mente de aquellos deliciosos años, de aquellas divertidas tardes de invierno, de las fascinantes experiencias que me permitió vivir y de los grandes colegas que me hizo conocer".
Continuará ... Parte 4, pulsando AQUÍ.
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Impresionante testimonio, este hombre es una enciclopedia del surf del noroeste del noroeste.
ResponderEliminarConociendo y habiendo surfeado Santa Cristina apenas nos podemos imaginar lo que debió de ser y significar para estos pioneros.
Muy agradecido por estas interesantes entradas, un placer su lectura.
ResponderEliminarSaludos Jesús!