"Como contraposición al invierno, pronto descubrimos que había una época del año en la que la fuerza del mar se apagaba. Pero no sólo era el mar lo que llegaba con menos energía. También los vientos dominantes del suroeste desaparecían. Impulsado por el anticiclón de las Azores, el nordeste se imponía en la costa. Pronto lo consideramos como un viento “malo”, ya que soplaba de mar en nuestras playas habituales. La entrada del nordeste, y la bajaba de la fuerza del mar, hacia que la calidad de las olas que surfeábamos cayese en picado. Pero no todo era malo: al menos los días eran más largos y las temperaturas más agradables.
Un día de viento nordeste y mar casi en calma del verano de 1973, el grupo de amigos surfistas de Coruña pasábamos la tarde en el “chabolo” de Rufino, en San Roque de Afuera. El “garito” era una pequeña caseta de bloque situada al borde de un acantilado, prácticamente colgada sobre las rocas. Hasta hacia poco tiempo, la caseta había sido usada por el padre de Rufino para guardar la embarcación que utilizaba para ir de pesca, y que ponía en el mar, los días de calma, con la ayuda de una pequeña grúa. Cuando su padre dejó la pesca, Rufino ocupó la caseta para dedicarla a la fabricación de tablas. Casi al momento nosotros la convertimos también en nuestro lugar de reunión, y en el sitio desde donde se organizaban las salidas hacia la playa en función de dónde hubiese olas.
Pero aquel día, como otros de aquel verano, el nordeste soplaba entablado y fuerte contra los acantilados de San Roque. Apenas había olas, por lo que no había perspectivas de ir a surfear. Allí sentados, pasábamos la tarde observando con atención cómo Rufino se afana en lijar un pan de foam para una nueva tabla de surf; cómo sus manos, a la vez que el ambiente se inundaba de polvo, se iban volviendo blanquecinas a cada paso de la lija sobre el foam. Polvo que también se posaba en sus cejas y en su pelo. Concentrado yo también observando aquella actividad, miré un momento hacia el horizonte y vi algo que me llamó la atención: más allá, apenas sobre la línea del horizonte, se dibujaba una lejana costa entre la bruma. Al pie de ella, una línea blanca, de apenas unos cientos de metros de longitud, que sin duda indicaba el final de un gran arenal. Al instante un detalle cobró sumo interés en mi pensamiento: el viento venía justamente de allí, lo que significaba que en esa playa remota y desconocida la brisa del nordeste venía de tierra. La playa parecía además bastante abierta al océano. ¿Habrá olas en ella?, pensé; aunque me pareció que estaba mirando hacia el suroeste, por su situación deduje que le había de entrar algo de oleaje. Bastaría una pequeña ola, a la que sin duda ese viento le daría de tierra, para que unos surfistas aburridos y desesperados como nosotros pudiesen sacarse el mono veraniego después de tantos días sin olas.
Para aclarar mis dudas sobre aquel lugar, me acerqué hasta mi coche y cogí un pequeño mapa turístico de Firestone, en el que, además de las carreteras, estaban también dibujados, y con cierto detalle, los innumerables arenales de la costa gallega. De hecho esa guía, y en aquellos años, nos fue de gran utilidad, ya que prácticamente era la única ayuda con la que podíamos contar para encontrar playas desconocidas. Y ahí, en ese pequeño plano, efectivamente estaba dibujada aquella playa. Un arenal de gran tamaño, cuyo nombre estaba rotulado sobre el color azul del mar que se suponía que batía en ella: "Doniños". Para mí, un nombre desconocido hasta entonces.
Tras un breve debate nos pusimos de acuerdo: había que intentar llegar hasta esa playa y comprobar mis sospechas. Personalmente tenía la intuición de que yendo hasta allí no íbamos a perder el tiempo, por lo que tras insistir un poco terminé convenciendo a los más reticentes. Pero claro, viajar de Coruña a Ferrol en aquellos años no era lo de hoy, por lo que pasaron varios días hasta que nos decidimos ir a investigar. Finalmente una tarde, la típica de verano en la que no se tiene nada que hacer, arrancamos. Cargamos las tablas en un par de coches y emprendimos el viaje.
Tras un breve debate nos pusimos de acuerdo: había que intentar llegar hasta esa playa y comprobar mis sospechas. Personalmente tenía la intuición de que yendo hasta allí no íbamos a perder el tiempo, por lo que tras insistir un poco terminé convenciendo a los más reticentes. Pero claro, viajar de Coruña a Ferrol en aquellos años no era lo de hoy, por lo que pasaron varios días hasta que nos decidimos ir a investigar. Finalmente una tarde, la típica de verano en la que no se tiene nada que hacer, arrancamos. Cargamos las tablas en un par de coches y emprendimos el viaje.
Tardamos una hora y media en completar el trayecto. Creo recordar que íbamos Miguel Camarero, Rufino, Tito y yo, aunque puede ser que nos acompañase alguien más. Recuerdo que llegamos a Doniños a las siete de tarde, y desde la atalaya del outeiro, pudimos ver romper unas maravillosas olas peinadas por el viento nordeste. En el mar se veían numerosas rompientes que nos aceleraron el corazón, y empezamos a elegir en cuál nos íbamos a meter.
Aquella tarde las olas eran pequeñas, sobre algo más de medio metro, pero más que suficientes para nosotros. Muchas de las que vimos rompían con suavidad llegando desde la distancia hasta la orilla. El viento, y eso es lo que más nos entusiasmó, era totalmente de tierra. El sol, que ya declinaba sobre el horizonte, otorgaba tintes dorados a todo el paisaje, incluido el color del mar, en el que se reflejaba la luz solar con fuerza, indicando su orientación totalmente del oeste. No tardamos mucho en reaccionar, y cogiendo nuestras tablas nos lanzamos colina abajo directos al agua. ¡¡Cómo recuerdo nuestra llegada a Doniños, corriendo por las dunas para ir a coger aquellas maravillosas olas que habíamos visto desde la colina que domina la playa!! Cualquiera que nos viese corriendo en dirección al agua, muy nerviosos y gritando, y con nuestras pequeñas "lanchas" bajo el brazo, pensaría que estábamos locos.
Ya en el agua, recuerdo perfectamente la sensación tan vivificante que sentí remando sobre mi tabla, sorteando las olas para llegar hasta el pico. La frescura del agua, que nos pareció tan grata después del calor pasado en el viaje; las olas tan prometedoras que avanzaban hacia la orilla; las crestas de agua cristalina que nos rompían encima, iluminadas por detrás por la luz del sol poniente; todo, hacía de aquella experiencia un conjunto de sensaciones maravillosas que nunca se me podrán olvidar".
Puedes leer el capítulo 8 pulsando AQUÍ.
Aquella tarde las olas eran pequeñas, sobre algo más de medio metro, pero más que suficientes para nosotros. Muchas de las que vimos rompían con suavidad llegando desde la distancia hasta la orilla. El viento, y eso es lo que más nos entusiasmó, era totalmente de tierra. El sol, que ya declinaba sobre el horizonte, otorgaba tintes dorados a todo el paisaje, incluido el color del mar, en el que se reflejaba la luz solar con fuerza, indicando su orientación totalmente del oeste. No tardamos mucho en reaccionar, y cogiendo nuestras tablas nos lanzamos colina abajo directos al agua. ¡¡Cómo recuerdo nuestra llegada a Doniños, corriendo por las dunas para ir a coger aquellas maravillosas olas que habíamos visto desde la colina que domina la playa!! Cualquiera que nos viese corriendo en dirección al agua, muy nerviosos y gritando, y con nuestras pequeñas "lanchas" bajo el brazo, pensaría que estábamos locos.
Ya en el agua, recuerdo perfectamente la sensación tan vivificante que sentí remando sobre mi tabla, sorteando las olas para llegar hasta el pico. La frescura del agua, que nos pareció tan grata después del calor pasado en el viaje; las olas tan prometedoras que avanzaban hacia la orilla; las crestas de agua cristalina que nos rompían encima, iluminadas por detrás por la luz del sol poniente; todo, hacía de aquella experiencia un conjunto de sensaciones maravillosas que nunca se me podrán olvidar".
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precioso! gracias Jesus!
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