19.3.20

La historia comienza … (en el Norte), por Miguel Camarero.


“Antes de iniciarnos con el surf, ya teníamos una gran pasión por el mar y habíamos vivido la “sensación”. Nos habíamos deslizado en las olas con botes de remos, colchonetas, nadando… También con un cayuco traído de Guinea. O con un extraño artilugio de vela latina precursor del windsurf. ¡Hasta lo experimentamos con una pesada “anduriña” que tenía Gonzalo! 

Gracias a un ejemplar de la revista Mecánica Popular, supimos que las tablas de surf se construían con madera de balsa. Pero aquel material, el único con el que pensábamos que se podía fabricar una tabla, era algo exótico e inaccesible para nosotros, lo que nos alejaba de cualquier posibilidad de acceder al deseado artilugio. 

En esos años, cayó en nuestras manos un LP del grupo de música surf The Astronauts. Música con muchísimo ritmo que describía en sus letras el surf. También otros de los Beach Boys, y alguna película con escenas sueltas o segundos planos en los que se veían surfistas. Entre las películas recuerdo “La Playa”, pues pudimos verla diez veces. En ella, un actor secundario se ponía ciego de correr olas en una playa que resultó ser Malibú. Otra de la época con surf de fondo, al menos durante un par de intensos minutos, fue “500 millas”, protagonizada por Paul Newman. Era muy poco, pero suficiente para que creciese nuestra ansia por practicar aquel deporte. Pero no había tablas, y no nos imaginábamos cómo conseguirlas.

Con esta frustración transcurrió el tiempo, hasta que un día, en la primavera de 1969, vimos a un tipo con una tabla naranja que corría las olas de la playa del Orzán con la misma elegancia que el “artista” de “La Playa”. Es curioso que en mi memoria no queda más que el impacto de la visión del surfista, que era Félix Cueto, y ni rastro de la forma en cómo se inició una estupenda amistad. 

De entre los lugares de nuestros comienzos guardo especial recuerdo de Malpica. Malpica ofrecía una excelente playa, un pueblo acogedor y una gran ventaja: la “facilidad“ para el transporte de personas y tablas, ya que los chóferes de la empresa de autobuses Finisterre, que era la que explotaba la línea que iba a Malpica desde A Coruña, nos permitían transportar las tablas “en cabina”. En Malpica comenzó nuestro duro aprendizaje, aderezado por las broncas continuas que Gonzalo y yo recibíamos de Félix ante nuestro nulos y torpes avances. La impaciencia de Félix era lógica, pues mientras nosotros nos iniciábamos con su tabla, él sólo podía disfrutar de un “paipu”, que era como llamábamos a una especie de bodyboard que tenía Félix.

Aquel septiembre acampamos durante varios días entre la playa de Sealla y la de Area Maior. Recuerdo la inmensa hospitalidad “malpicana” personalizada en Carmen Amigo, y los maravillosos caldos y caldeiradas que nos preparaba y con los que vencíamos el descomunal apetito con el que salíamos del agua. 

Poco a poco, comenzamos a soltarnos encima de la Bilbo de Félix y a escaparnos de la espuma cogiendo “carne de ola”, que así era como llamábamos a las paredes. Son pocos los testimonios gráficos que quedan de aquellos primeros baños ya que no teníamos cámara de fotos, ni nos planteábamos siquiera su necesidad. 

Los naufragios del Isla y el Erkowit, en otoño de 1970, nos sorprendieron a los tres surfeando en el Orzán. La tragedia del Isla causó una gran conmoción en la ciudad y provocó la reactivación de la Sociedad Española de Salvamento de Náufragos, que se transformó poco después en una sección de la Cruz Roja. Para entrenar a los que nos habíamos presentado como voluntarios, los británicos de la RNLI enviaron dos lanchas que permanecieron, con su tripulación, más de un año en nuestro puerto. En esas prácticas tuve la suerte de conocer a Carlos Bremón. Un día de mal tiempo, mientras estábamos embarcados en el veloz prototipo, corrimos con la embarcación una rompiente y salió el tema del surf. Carlos me contó que tenía en “usufructo” una tabla más grande que la Bilbo de Félix. Su tabla era una “Ten Toes” de casi tres metros y un peso considerable. Carlos tenía además un Seat 850 con el que podía llevarnos a la playa. 

Aquel invierno disfrutamos del surf con Carlos Bremón, Alejandro Mesías y Manuel (no recuerdo su apellido), a los que se sumaban algunos irregulares como Carlos Coira y Pipo Vázquez, además de otros compañeros de Náutica que, atraídos por la novedad, venían de vez en cuando a probar. Como el número de surfistas era mayor que el de tablas, entrábamos al agua por turnos. Las esperas en verano se solventaban sin problema, pero en invierno teníamos que acudir a una protección térmica adicional a base de jerséis de lana o camisetas que creíamos nos aguantaban un poco más el calor corporal. En realidad, la mayor protección nos la proporcionaba, además del ansia de surfear, la “vergüenza” que nos provocaba la madre de Carlos Bremón, casi octogenaria, y que compartía el baño con nosotros sin quejarse del frío. Solía acompañarnos a la playa cuando íbamos a hacer surf, ya que era una persona a la que le encantaba el mar. Para ella había dos tipos de personas: los que eran como nosotros, amantes de las olas y el océano, y el resto, a los cuales no tenía en la misma consideración. Las tiritonas en el viaje de vuelta, con el coche atiborrado de gente húmeda y agotada, duraban el interminable tiempo que la calefacción tardaba en caldear el interior del vehículo.

En muchas de nuestras excursiones en busca de olas recurríamos al autostop, que en la España de los setenta era un procedimiento habitual para viajar. Llegar a las playas era un gran problema, y como los tablones eran pesados y voluminosos, su transporte suponía una dificultad añadida. Era normal, a falta de baca, llevar las tablas “abrazadas” por fuera de las ventanillas. Muchos conductores no se daban cuenta del berenjenal en que se metían cuando, amables, paraban a unos individuos cargados con unos extraños artilugios. Haber dado con buena gente, y la curiosidad que despertábamos, nos fue de importante ayuda y una gran aliada. 

Uno de esos viajes fue a Salinas, en donde Félix pasaba los veranos. Además del equipaje, Gonzalo y yo nos llevamos dos tablas. De camino estuvimos varios días en Tapia, todavía en sus comienzos, pero ya con fama de playa y personajes curiosos. En Salinas nos recibió la familia Cueto, que eran tantos hermanos como un equipo de rugby con suplentes incluidos, entre ellos varios surfistas. A excepción de Carlos García “el escayolista”, que usaba una tabla enorme, en aquellos pagos ya disfrutaban de modernidades ligeras y se comenzaba a ver el invento. Nos alojamos en un chalé abandonado. La estrella de nuestra dieta fueron los bocadillos de morcilla asturiana que comprábamos a treinta céntimos de peseta, y que se adecuaban a nuestro pequeño presupuesto.

En aquellos viajes en autostop se daban escenas curiosas: por ejemplo, viajamos en un carro del país desde Los Molinos a Berdoias. Los tractores eran también sensibles a nuestros esfuerzos y, si tenían espacio, era raro que no parasen. De esa forma exploramos desde Sisargas a Finisterre. Planificábamos nuestra exploración sobre una vieja carta de navegación titulada “De Cabo Finisterre a Cabo Ortegal”. Las “remotas” Arou, Trece, Traba, Nemiña, Arnao, Beo, Sieira…, formaban una relación interminable, y aunque ya habíamos pateado aquella costa desde adolescentes, ahora el filtro era la posibilidad de surfear en ellas: estudiábamos orientación, entorno, fondos, vientos… Todas, sin excepción, nos ofrecieron una belleza salvaje y, algunas, buenas olas.

En el verano de 1971 apareció por Bastiagueiro Juan García Conde, que aportó, además de su simpatía, una Barland-Rott tan grande que permitía incorporarse a ella desde otra tabla e ir dos personas sobre la ola. También, gracias a él, pudimos disfrutar de un Seat 600 con un aforo increíble y “preparado” para llevar tablones encima. Más tarde, durante unos meses, “disfrutamos” de un desahuciado Fiat de 1940 que nos prestó un piloto que estaba navegando. Su dueño no lo pudo recuperar: el coche falleció un día en Baldaio agotado.

Tras terminar Náutica, comenzamos a navegar y viajar por el mundo. Gonzalo lo dejó enseguida. Mis primeros viajes fueron a la costa Este americana, en un crudísimo invierno. Recibí la llamada de la naviera estando de acampada en Malpica con Gonzalo, Félix, la Bilbo y el “paipu". Embarqué en Gijón, y desde allí navegamos a Filadelfia, en donde estuvimos cuarenta y cinco días. Conocí también Nueva York y parte de la costa de Nueva Jersey como pasajero en los "Grey Hound”. Repetimos viaje a la costa Este en febrero de 1972, esta vez a la Bahía de Cheseapeak, Norfolk, el río Potomak y la costa próxima al cabo Hatteras. En esos viajes tuve contacto con el mundo ”global” del surf y con revistas como Surfer, que en España sólo conocíamos tan manoseadas como un Playboy de entonces, y que allí se vendían frescas en los quioscos.

Esos viajes, y los contenidos de la revista Surfer, fueron el fin de la Bilbo de Félix. Contagiado de las nuevas formas y dimensiones de las tablas que se anunciaban en las revistas, a mi vuelta a Coruña decidí cortar la Bilbo por lo sano para conseguir una tabla moderna de 1,80 metros. Pero tras la operación, y tal y como decía Carlos Bremón, la tabla parecía más un portaaviones japonés que un artilugio para deslizarse en las olas. 

Las circunstancias hacían de aquel momento el idóneo para iniciarse en la construcción “naval”. Pero no era fácil conseguir los materiales. Los “expertos”, principalmente Félix, nos aconsejaban una resina epoxi, de la casa Ciba-Geigy, que no encontrábamos. Nos hicimos con ella en una zona industrial de Madrid, tras un viaje en la moto “Gucci” de Gonzalo. Regresamos a casa con la resina y un “mat” que prometía un estupendo acabado. Confiados en la consistencia de la “super” resina, que teñimos de rojo para lograr un mejor “acabado”, comenzamos la construcción. Pero más que un acabado, a la tabla le dimos un “terminado”: el ansia por probar la primera tabla fabricada por nosotros nos hizo descuidar el secado.

Gonzalo tuvo el honor de botarla en el Orzán. La tabla funcionó, pero los hilos de fibra endurecidos por la resina eran como cuchillas, y lo que pensábamos que era el desteñido de la tintura, resultó ser abundante sangre producida por los cientos de cortes que Gonzalo se había producido. Salió del agua como un Nazareno, lo que no fue obstáculo para que los que estábamos allí, esta vez protegidos con una camiseta, probásemos el invento. Esta primera tabla duró poco: su espuma, aficionada al agua del Orzán, no se secaba entre baño y baño. La que de “diseño” era una tabla de cinco kilos, triplicó su peso desde el primer día. La segunda tabla que fabricamos ni se botó.

Al poco tiempo aparecieron Rufino y Tito, a quienes, y en base a nuestra frustrada experiencia como constructores de tablas, pudimos valorar con justicia. Pronto empezaron a fabricar unas excelentes tablas, que eran además baratas y asequibles a nuestras economías.

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Por mi profesión viajé por todo el mundo y tuve ocasión de surfear en California, Brasil, Sudáfrica, Namibia… Recuerdo un amanecer en Durban con cientos de surfistas en una playa protegida de los tiburones por redes. También unas olas cristalinas que rompían como en los sueños en la esquina Norte de Ipanema. Y de disfrutar de la compañía amigable de los que teníamos la pasión de deslizarnos en las olas.

Acabo de regresar de la playa de Ripibelo. Un grupo de surfistas disfrutaba de tres metros de ola sin una brisa; el paisaje, con las Sisargas cerrándolo, estaba iluminado por un sol corto en altura y largo en sombras. Un observador objetivo vería nuestro disfrute en la observación de la mar como una obsesión enfermiza. La atracción que la mar ejerce en cualquier persona, y que se agudiza en los ribereños, se convierte en obsesión en los surfistas. Hasta un badén en la carretera te despierta el gusanillo. Como leí de Carlos Bremón, desde que te deslizas en tu primera ola estás tocado. Desde ese momento, no puedes evitar, cada vez que ves una ola, calcular su inclinación, el punto suficiente de pendiente, la salida a izquierdas o derechas, cómo volver a entrar, las corrientes, las mareas… Has entrado en un mundo sin dimensiones, o, mejor dicho, en un mundo en el que las dimensiones dependen de tu imaginación. Dicho con pompa científica: has caído en el universo del movimiento ondulatorio. Surfeas olas en los rápidos de los ríos en Canadá. Coges las que rompen en la bancada de hielo de los Grandes Bancos de Terranova. Remas las inmensas olas de la mar de leva en un tifón al Sudeste de Japón. Acompañas a los delfines en la ola de proa durante un luminoso temporal en Sudáfrica. Te sumerges en los perfectos tubos que una pedrada provoca en la orilla de un charco… Cuando te inicias en esto del surf, más que tocado, diría que has sido bendecido con la suerte de ser partícipe de un juego maravilloso”.

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