A finales de los años 50, el francés Georges Hennebutte desarrolla lo que en francés se denominó la “chevillére” (tobillera), que a los pocos meses de su aparición pasó a denominarse “fil a la patte” (agarre). Inicialmente esta innovación no fue aceptada por los surfistas más puristas que querían que el surf siguiese siendo fiel a sus orígenes, con las mínimas interferencias. Durante muchos años fue utilizado únicamente por el sobrino de Georges Hennebutte, Claude Durcudoy.
Pero la posibilidad de no perder la tabla en una caída, y evitar el tener que nadar tras ella, era irresistiblemente atractiva. El “invento” abrío las puertas a la experimentación. Los surfistas podían probar nuevas maniobras sabiendo que si se caían al agua no perderían la tabla. Una década más tarde, concretamente en el año 1974, el americano Clark patenta el modelo de leash (invento) que conocemos hoy.
El término español “invento” se gestó en un viaje que los santanderinos Antonio, Meco y Lolis realizaron a finales de los 60 a Biarritz. En la Grande Plage se estaba celebrando un campeonato y observaron que unos tahitianos tenían amarrados a uno de sus tobillos un pañuelo. Del pañuelo salía una cuerda que los unía a la tabla. De vuelta a casa, cuando llegaron a la playa de Somo, empezaron a hablar con sus amigos del invento de los tahitianos, y de ahí quedó el nombre.
Los primeros inventos eran simples cuerdas de nylon. Posteriormente la cuerda se embutiría en un tubo de goma flexible para evitar cortes en las tablas y en las piernas y tobillos de los surfistas. Al igual que le había ocurrido en Francia a su creador, al principio los inventos se introdujeron con cierta timidez y temor, tal y como recuerda Miguel Camarero: “Cuando llegamos a Salinas, comprobamos que allí ya disfrutaban de modernidades ligeras y se comenzaba a ver el invento, que no nos atrevíamos a poner en nuestros tablones por miedo a que varasen en la orilla con un trozo de pierna amarrada”.
Como ocurría con el resto del material el gran problema era conseguirlos, y para ellos los surfistas gallegos se tenían que trasladar a Gijón o Bilbao, en donde se encontraban las tiendas de surf más cercanas a nuestras playas, o bien ingeniárselas para prolongar su vida tal y como recuerda Keko Montalvo “Cuando se nos rompían los volvíamos a pegar en la cocina de gas de casa fundiendo en la llama los dos extremos. La verdad es que por donde los pegábamos no volvían a romper, por lo que era fácil ver inventos con tres o más uniones”.
Otro de los problemas a resolver era cómo lograr una unión firme y fiable del invento a la tabla de surf. Llevados por la intuición, aunque en este caso equivocada, los inventos se llegaron a amarrar a la quilla de la tabla. Más adelante, y tras entender la repercusión de esta solución en la velocidad de la tabla, se enfibraba a la tabla un puente de fibra al que se anudaba el invento. Finalmente llegarían los tapones que hoy conocemos.
Como ocurría con el resto del material el gran problema era conseguirlos, y para ellos los surfistas gallegos se tenían que trasladar a Gijón o Bilbao, en donde se encontraban las tiendas de surf más cercanas a nuestras playas, o bien ingeniárselas para prolongar su vida tal y como recuerda Keko Montalvo “Cuando se nos rompían los volvíamos a pegar en la cocina de gas de casa fundiendo en la llama los dos extremos. La verdad es que por donde los pegábamos no volvían a romper, por lo que era fácil ver inventos con tres o más uniones”.
Otro de los problemas a resolver era cómo lograr una unión firme y fiable del invento a la tabla de surf. Llevados por la intuición, aunque en este caso equivocada, los inventos se llegaron a amarrar a la quilla de la tabla. Más adelante, y tras entender la repercusión de esta solución en la velocidad de la tabla, se enfibraba a la tabla un puente de fibra al que se anudaba el invento. Finalmente llegarían los tapones que hoy conocemos.
Fotografías de Eloy Taboada-Estudio 108.
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