HISTORIAS. Quintanilla.

Aquí pasé buena parte de los veranos de mi niñez. Y aunque desde pequeño nunca me hizo mucha gracia irme de Ferrol a pasar fuera los veranos, ahora que lo veo desde la distancia, la verdad es que el "pueblo" era un lugar increíble para estar en vacaciones.

A nuestro alcance teníamos kilómetros y kilómetros de montes, prados, caminos, ..., en los que poder jugar alejados de cualquier riesgo. Los días transcurrían desde la mañana hasta al atardecer al aire libre, corriendo con las bicis de un lugar a otro en contacto con la naturaleza, y con la oportunidad de conocer un modo de vida distinto al que seguíamos en la ciudad.

La verdad es que mi abuelos, nuestra amama y nuestro aitite, tenían un gran mérito al quedarse buena parte del verano a cargo de sus siete nietos.

Guardo especial recuerdo de las montañas que rodean al pueblo, y que desde casa me parecían inmensas. A muchas de ellas subí caminando con mi aitite, mi padre y mis tíos. Largas caminatas que me parecían toda una aventura, cruzando bosques de robles y encinas, ascendiendo por laderas que al llegar a la cima nos ofrecían paisajes espectaculares. A la vuelta, ya en el pueblo, recorría muchas veces con la vista la ruta que habíamos seguido, y me asombraba como habíamos podido ascender hasta allí. Pronto descubrí que de lejos, a veces, las pendientes parecen mucho más pronunciadas de lo que realmente son.

Dieciséis años después el pueblo sigue igual en lo fundamental. Los montes continúan ofreciendo la misma silueta. El río Trueba sigue bajando con tan poca agua como siempre. Muchas de las casas se han restaurado, y el pueblo dispone de servicios que antes no tenía. Alguna de la gente que conocí ya no están, pero la gran mayoría siguen allí, perfectamente reconocibles, casi como si todo este tiempo no hubiese pasado.