28.9.17

Mi lugar en el fin del mundo.


Aunque Finisterre solo haya uno en Galicia, la verdad es que muchos otros lugares de nuestra costa se ajustarían perfectamente a la definición de “Fin de la Tierra”. El ser punto final y no de paso, y el vivir de cara al Océano, nos une con otros pueblos de la Europa Atlántica, regiones con las que compartimos múltiples referencias históricas y etnológicas, marcadas por nuestra particular localización geográfica. Durante siglos, gallegos, irlandeses, escoceses y bretones fuimos considerados como los últimos seres de la Tierra, y eso, sin duda, ha marcado nuestro particular carácter.

El ser “los últimos” ha supuesto históricamente un cierto aislamiento. Para llegar hasta aquí había que venir expresamente, y tanto nuestra orografía complicada, como nuestro clima, generalmente lluvioso, tampoco se lo pusieron fácil al visitante. Y aunque nos pueda parecer que con la mejora de las comunicaciones ese aislamiento es cosa del pasado, la realidad es que en cierto modo continua siendo así. 

De las consecuencias de esta posición geográfica apartada, tampoco ha sido ajena nuestra breve historia como surfistas. Muy pocos fueron, por ejemplo, los australianos y americanos que en sus viajes a través de Europa, y en el trayecto Francia - España - Portugal - Marruecos, buscaron olas en la costa gallega durante los años sesenta y setenta. Los pocos que lo intentaron, y que se adentraron en nuestra tierra, debieron de caer fácilmente en la desesperación, sobre todo si su viaje coincidió durante los meses de invierno: perdidos en nuestra red de carreteras y caminos imposibles, rodeados durante semanas por una intensa humedad, circulando a través de una costa llena de salientes y entrantes, con kilómetros y kilómetros inaccesibles e insurfeables, solo las mentes más fuertes debieron ser capaces de soportarlo y no pasar de largo. Por los escasos testimonios que han quedado, pocas fueron las ocasiones en las que los visitantes entraron en contacto con los surfistas locales. Esa falta de comunicación fue sin duda clave para que aquí llegase todo un poco más tarde, y para que el surf se desarrollase en Galicia de un modo más lento.

Pero el estar en una esquina, aislados, también tiene sus ventajas. Vivir cerca del punto en el que el Cantábrico se encuentra con el Atlántico, y en donde la costa gira hacia el Sur tras varios cientos de kilómetros mirando al Norte, nos permite disfrutar de numerosas playas con diferentes orientaciones. Y todo ello en muy pocos kilómetros de costa. A esta variedad, llena de cabos, ensenadas, puntas, salientes, bajos y playas, se unen las rías, creando un conjunto único en el que rompen olas de muy variadas características y formas, y en donde se puede afirmar con seguridad que, si dispones de tiempo, podrás surfear todos los días del año en condiciones de mar ordenado. 

Es curioso que en el lugar en donde vivo, esta abundancia de olas nos ha llevado, a la mayoría de los surfistas, a apenas desplazarnos más allá de unos pocos kilómetros para surfear, y que el ir hasta una playa a más de 30 kilómetros de nuestra casa, casi lo descartemos por considerarlo un destino demasiado lejano. Tal vez este modo tan particular de comportarnos, tenga algo que ver con la dispersión poblacional tan propia de Galicia, y que se manifiesta en las más de 32.000 aldeas que se diseminan por nuestro territorio, y que entre otras razones tiene su explicación en la gran cantidad de recursos, principalmente agrarios, disponibles en nuestra tierra. Puede que lo que como pueblo nos ha llevado a crear esta particularidad demográfica, esté también tras la manera con la que nos relacionamos con las olas: la variedad de rompientes puede que nos haya llevado, a cada uno de nosotros, a crear su propio microcosmos formado por una serie de playas a las que siempre acudimos, y otras a las que prácticamente ignoramos, aunque las tengamos al lado y den también unas olas magníficas.

En mi caso ese microcosmos tiene su centro en la playa de Doniños, y no se extiende, salvo en contadas ocasiones, mucho más allá de los 8 kilómetros de costa que hay entre las playas de Doniños y San Jorge. Para otros, estoy seguro que esta unidad la conforman binomios como Esmelle-Ponzos, Campelo-Valdoviño o incluso Pantín-Villarrube. En invierno es distinto, y ese radio se ha de ampliar por necesidad un poco más, pero tampoco mucho: hacia el Norte, hasta la costa de Lugo; hacia el Sur, no más allá de la ría de Betanzos. Asumo esta excepción estacional para poder seguir disfrutando de buenas olas cuando los temporales convierten nuestras playas habituales en insurfeables. Solo en este caso, el hacer unos cuantos kilómetros en coche, está justificado.

Hoy que está tan valorado viajar, este planteamiento puede parecer un tanto fuera de lugar, pero muchas veces pienso también en que para conocer realmente un lugar, y disfrutar plenamente de él, la clave está en persistir, en permanecer. Y no vale sólo con unos días, o incluso unos meses. Hace falta más tiempo. Y eso es lo que hago. Y aunque en nuestras playas los fondos sean de arena, y estén por tanto en continuo movimiento y sujetos a cambios constantes, es posible, a base de observar y surfear una y otra vez en estas olas, llegar a entender sus rompientes, sus corrientes, y sacarles todo el partido que nos pueden dar. Evidentemente exige atención, y en ocasiones supone un esfuerzo, pero la recompensa en forma de buenos baños, con aún poca gente en el agua, vale la pena. 

Ese “permanecer” me ha llevado también a conocer las leyendas, historias y particularidades del lugar en el que vivo, lo que no solo me ha hecho disfrutar más de este lugar, sino que también me ha creado un sentimiento de pertenencia muy profundo. Tras este poder de atracción estoy seguro que se encuentra la capacidad que en Galicia se da de que un lugar acumule múltiples valores. El tramo de costa entre Doniños y San Jorge no solo suma varias rompientes excelentes que funcionan con casi cualquier condición de viento. Aquí puedes encontrar también vestigios de nuestro pasado celta, historias y restos de numerosos naufragios, un castillo protagonista del desembarco, frustrado, de más de 15.000 ingleses en el año 1800, historias de héroes como la de Adolfo Ros, un pinar que es el paraíso de los aficionados al atletismo, un faro, plantas endémicas, caballos salvajes, un lago que esconde entre otros misterios una ciudad hundida, dragones que te llevan hasta la isla Gabeira, … No solo se trata por tanto de la calidad de las olas que surfeamos, sino también de todo lo que las rodea, y que hacen de éste un lugar único. Sé que en otros lugares, y más cuando buena parte de tu vida gira entorno al surf, todo sería más fácil. Muchas veces desearíamos poder darle la espalda a la intensa humedad, a los días en los que no vemos el sol, o a las mañana que llueve en horizontal. Pero posiblemente, el haber sido capaces de adaptarnos a este entorno, de soportarlo, nos ha llevado a que el sentimiento hacia este lugar en el que vivimos sea si cabe más profundo.

Todo estos pensamientos pasan por mi mente cuando desde casa salgo corriendo para ir a coger unas olas. La textura del agua en el lago me da una pista de la dirección e intensidad del viento. Antes de salir he visto romper las olas, lo que me ayuda a elegir la tabla adecuada. Desde hace un tiempo a mis tablas habituales se ha unido un longboard que me ha proporcionado excelentes días de surf. Mientras cruzo el pinar dejó a un lado la croa y buena parte de la historia de este lugar. Llegó al pie de la batería y desde allí veo romper un día más las olas en Doniños. Aunque la remontada no sea la más cómoda, sé que me decantaré por el pico del medio de la playa. Desde lo alto adivino la fuerza y la dirección de las corrientes y observo romper las series. Esto me ayudará a elegir el mejor sitio por el que entrar, y el que también emplearé después para remontar. Me fijo también en cuál será el mejor punto en dónde situarme para coger las olas. Ya en la orilla observo el horizonte intentando adivinar la llegada de una serie que me pueda dificultar la remontada. Entro en el agua, me lanzo sobre mi tabla, y remo con fuerza. Tras pasar las espumas rotas de la orilla llego a un canal despejado que me lleva hasta las olas. Mientras espero a que llegue la primera observo el mar y la costa que me rodea. Alejado de la orilla posiblemente éste, y sólo éste, sea el sitio en el que me encuentre más cómodo. Mi lugar en el fin del mundo.


** Texto publicado en el número 6 de la revista Hangten. Fotografías de Pablo González STGO.

3 comentarios:

  1. Gran entrada. Me gusta como expresas el intangible que nos liga a nuestra parcela de costa, el magnetismo (o casi simbiosis) que crea el tiempo.

    Seguramente la parcela de la que disfrutas en ese sentido sea el rincón más privilegiado de noroeste peninsular, porque por desgracia en otras latitudes de Galicia nos vemos obligados a hacer más kilómetros.

    A veces me gusta pensar que, al igual que los animales salvajes, cada uno tiene un territorio de referencia. A algunos un área más pequeña les ofrece los recursos que otros tienen que buscar en una superficie mayor, pero en cualquier caso del conocimiento de esa extensión surge la mejor forma de encontrar y aprovechar lo que se busca.

    Y de ahí, como animales que somos, cuando se concentran muchos pretendientes de un mismo recurso en una zona pequeña o saturada surgen los problemas.

    Saludos!

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    1. Muchas gracias por tu comentario!!! Una excelente explicación del por qué

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  2. Un artículo muy interesante. Yo no disfruto de corrientes tan frías que hay en las costas gallegas, aunque claro, estoy muy acostumbrado a las que tenemos en Fuerteventura, pero aun así me gusta conocer las experiencias de otros surferos porque todos compartimos el amor por este deporte.

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