20.11.18

El Ramapo.

Página 147. "El mar que nos rodea" de Rachel L. Carson:

"En febrero de 1933 el USS Ramapo, en ruta desde Manila a San Diego, navegó durante 7 días con un tiempo tormentoso. La tormenta se debió a una perturbación meteorológica que se extendió desde Kamchatka a Nueva York, e hizo posible que los vientos recorriesen sin obstáculos miles de millas. Mientras la tormenta fue más fuerte, el Ramapo mantuvo su rumbo a favor del viento y del oleaje. El 6 de febrero el temporal alcanzó la intensidad máxima; vientos de 68 nudos llegaron en borrascas y turbonadas; la mar estaba muy dura y el oleaje alcanzó alturas enormes. Mientras estaba en el puente observando el mar durante las primeras horas de aquel día, uno de los oficiales del Ramapo vio, a la luz de la luna, que una gran ola se levantaba por la popa a un nivel superior al de una de las gazas de hierro del puesto de vigía o nido de corneja de la cofa del palo mayor. El Ramapo estaba de tal modo que toda su quilla y su popa se encontraban en el seno de la ola. Estas circunstancias hicieron posible precisar la dirección de la visual del marino que estaba en el puente a la cresta de la ola; cálculos matemáticos sencillos, basados en las dimensiones del barco, dieron la altura de la ola. Era de 33,6 metros".


Hace años, antes de la colocación de las primeras boyas de medición, los datos de oleaje se obtenían a través de las observaciones realizadas por los marinos desde sus barcos. Los "sensores" eran los experimentados ojos de muchos navegantes que, en sus rutas, proporcionaban los que fueron los primeros datos de la oceanografía. Con este método visual de medición, que se comenzó a practicar a mediados del siglo XIX, y con el que no sólo se determinaba la altura de ola, sino también la dirección y el periodo del oleaje, se pudieron efectuar las primeras caracterizaciones de clima marítimo gracias a las recopilaciones efectuadas por la NOAA. Pero no fue hasta después de la II Guerra Mundial cuando se comenzaron a desarrollar los primeros estudios con un cierto grado de profundidad y detalle. Antes de mediados del siglo XX el desconocimiento era tal, que por ejemplo en un libro italiano del siglo XVIII, el autor llegó a afirmar que matemáticamente se había probado que ninguna ola podría superar los 3,72 metros de altura.

Con los años este umbral de altura de ola máxima se fue ampliando, aunque durante muchos tiempo, y hasta el año 1995, los modelos matemáticos seguían insistiendo que las olas mayores de 15 metros de altura eran eventos muy raros, con una probabilidad de producirse de "una vez cada 10.000 años". Sin embargo muchos sucesos que ocurrían en los océanos parecían señalar que había de haber algo más. No solo por el número considerable de barcos que habían desaparecido en extrañas circunstancias, sino también por los fiables relatos de muchos hombres de mar que sugerían la existencia de olas gigantes que superaban en mucho esta altura. Se hablaba de olas de más de 30 metros de altura, que podían aparecer sin previo aviso en mitad del océano, incluso contra la dirección dominante de las olas. Muros casi verticales, precedidos de un seno muy profundo, capaces de generar sobre los cascos de los buques presiones de hasta 100 t/m², que provocaban que se hundiesen en cuestión de segundos, o sufriesen daños muy graves, al superar en más de seis veces la presión que les causaría una ola de 15 metros.

De hecho, y precisamente por sus terribles consecuencias, muy pocos han sido los testimonios que han llegado de barcos que hayan sobrevivido a estas embestidas. Eran tan pocos, que durante siglos la presencia de estas "olas monstruosas" fue considerada otra leyenda marítima más. El USS Ramapo, además de como buque cisterna, durante sus más de 25 años de navegación, realizó las funciones de buque oceanográfico, recopilando información sobre las condiciones del mar y los temporales a los que se enfrentó. El de aquel 7 de febrero de 1933 le ha hecho pasar a la historia de la oceanografía. Según sus cálculos, aquella ola de 33,6 metros, tenía un periodo de 14,8 segundos, una longitud de onda de 342 metros, viajaba a una velocidad de 82,8 km/h, y la potencia de una metro de esa onda acumulaba una energía de 17.000 kilovatios. Que sobreviviese a esa onda, sin sufrir daños, demostró la calidad con la que había sido construido, e hizo reflexionar a los ingenieros navales sobre los criterios de cálculo que hasta entonces se estaban empleando.

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