Eran las ocho de la mañana de un 25 de agosto del año 1800. El día, como tantos otros de ese verano, se presentaba soleado y espléndido en el castillo ubicado en la Croa de Doniños.
Desde la garita del vigía, el centinela, llevado por el cansancio y el aburrimiento de las largas horas de guardia, se acababa de despertar de un corto y accidental sueño. Algo intranquilo por su descuido, se incorporó rápidamente y se acercó al alfeizar de la ventana desde donde podía divisar, además de la playa, muchas millas de costa y océano, con un deseo en mente: comprobar que todo continuaba en su habitual y monótono “sin novedad”. Sin embargo, al asomarse, un tremendo escalofrío recorrió su espalda. No daba crédito a lo que estaba viendo. Con las manos, de modo inconsciente, se frotó los ojos, los cerró a continuación, y volvió a mirar hacia el mar. Pero lo que había visto seguía estando ahí. Por un instante dudó si continuaría soñando, si todo sería un sueño, pero en seguida se dio cuenta de que lo que veían sus ojos era absolutamente real: una enorme flota naval tapaba casi por completo las azules aguas del mar.
De inmediato cogió su catalejo y enfocó hacia los numerosos buques, que a menos de una milla, allí estaban fondeados. Tras un instante, al fin encontró lo que buscaba: los buques ostentaban el pabellón británico, y su presencia no podía ser más amenazadora.
Tras un nuevo análisis reconoció varios navíos de guerra que parecían estar dando escolta a numerosos buques de transporte de tropas, que por su formación parecían estar preparados para entrar en acción. Nerviosamente logró contar casi con exactitud el total de navíos: ¡eran más de cien!. Reconoció siete navíos de guerra, seis fragatas, cinco bergantines, dos balandras y una goleta, además de ochenta y siete buques de transporte listos para el desembarco. Y en su interior 15.000 hombres, capitaneados por el almirante John Warren, esperando con ansiedad el momento de poner pie a tierra y dirigirse a la conquista de la plaza de Ferrol, según los british, el mejor puerto español del Atlántico con el objetivo dar un golpe mortal al poderío naval español. De hecho ya en el siglo XVI los ingleses habían pretendido invadir Ferrol con el propósito de destruir la flota amarrada en sus muelles, de los cuales el primer ministro inglés de la época, un tal William, había llegado a afirmar que “si Inglaterra tuviera un puerto como el de Ferrol lo defendería con una fuerte muralla de plata”.
El vigía anotó con rapidez todos los datos, y bajó a la pequeña cuadra que poseía el puesto militar; ensilló su caballo y partió al galope para cubrir lo antes posible los nueve kilómetros que separan Doniños de Ferrol, y así informar a sus superiores y regresar con refuerzos.
Cuando se inició el desembarco, las olas se convirtieron en el primer aliado de los ferrolanos, que afinando la puntería de las escasas piezas de artillería que poseían en el castillo de Doniños, pudieron frenar en parte a los ingleses, que desembarcaban lentamente en sus buques de transporte, y a los que las olas hacían parecer frágiles chalupas. Después la laguna, las marismas y el intrincado y bien defendido camino hacia Ferrol, hicieron el resto para derrotar a los ingleses que se tuvieron que dar en retirada después de 36 horas de incursión y tras ser vencidos en la victoriosa Batalla de Brión. En París, tras conocer el fracaso de la misión inglesa, Napoleón brindaba "por los valientes ferrolanos". Esta victoria le beneficiaba en el contexto de la guerra que pronto iniciaría contra Inglaterra.
Entrada basada en los textos redactados sobre los hechos por Carlos Bremón y Willy Uribe.
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